La Jornada
A una semana del anuncio inesperado de la renuncia del Papa empiezan a circular explicaciones más razonadas de una iniciativa inédita en la historia moderna de la Iglesia católica. El propio Papa se ha encargado de esclarecer el sentido de su renuncia. El Miércoles de Ceniza denuncia las divisiones dentro de la curia, la hipocresía y los intereses materiales e individuales de los actores religiosos, es decir, el mismo Benedicto XVI nos sugiere que su decisión es una renuncia de Estado, por el bien de la Iglesia. Aun bajo los efectos de la sorpresa, la Iglesia está bajo el estado de shock. Frente a la pérdida de compostura de muchos personajes de la Iglesia, colaboradores y fieles, Ratzinger es casi el único que guarda compostura, conserva toda su lucidez, serenidad y sapiencia.
El Papa parece ser el fatigado capitán de un navío que desde hace años naufraga, debilitándose cada vez más frente a las tormentas amenazantes que lo azotan. Joseph Ratzinger tal vez será más conocido como el primer Papa en la historia moderna que ha renunciado voluntariamente a su cargo. Se trata, sin duda, de una renuncia casi política. Las justificaciones sobre la edad, las enfermedades y el cansancio del Papa son parciales; se quiere acentuar, alegóricamente, la dificultad de ser anciano en esta época de grandes cambios tecnológicos y de mediatización mundial.
Joseph Ratzinger hereda una Iglesia gloriosa fabricada por Juan Pablo II: de masas, triunfalista, mediática, pero es sólo una ilusión que pronto se cae en pedazos. La tremenda crisis planetaria de la pederastia sacude violentamente sus viejos cimientos; la crisis mediática descobija y expone ante la opinión pública, sobre todo a la vieja guardia wojtyliana, la complicidad y encubrimiento a los pederastas clericales como modus operandi. Marcial Maciel y los legionarios quedan nuevamente en el ojo del huracán por la desvergonzada e inmoral corrupción con la que iban comprando lealtades y disimulos eclesiásticos, desde el secretario particular de Wojtyla Stanislaw Dziwisz y su secretario de Estado Angelo Sodano, entre otros potentes actores eclesiásticos.
La respuesta relativamente más autocrítica de Benedicto XVI irrita tanto a los monseñores de la curia como los nuevos nombramientos que indicaban un desplazamiento burocrático de la vieja guardia. Aquí se produce la fractura en medio de los huracanes que minaban la unidad de la Iglesia. Justo en su 15 viaje apostólico, en mayo de 2010, en Portugal, a propósito de los embates sobre la pederastia, el Papa sentenció: "No sólo de fuera vienen los ataques al Papa y a la Iglesia, sino que los sufrimientos de la Iglesia vienen justo del interior de la Iglesia, del pecado que existe en la Iglesia."
El propio Ratzinger en sus primeros cinco años contribuyó con ciertos desatinos provocando altercados en diferentes frentes. Ha propiciado con sus posicionamientos álgidas polémicas colaterales. Como el discurso de Ratisbona que desencadena la ira del mundo musulmán; abrió sin éxito las puertas a ultraconservadores lefebvristas, por tanto, la ambivalencia con que el Papa trató al principio a la comunidad judía; la contrarreforma de la liturgia y el regreso de la misa en latín, y, por supuesto, la injusta apreciación del pontífice sobre la evangelización del mundo indígena que expresó en Brasil en 2007. En contraparte, hay que agradecer sus sólidas encíclicas, especialmente la Deus caritas est (2005), en la que aborda precisamente el tema del amor y del erotismo.
Sin embargo el mayor fracaso de Ratzinger fue el pretender evangelizar la secular Europa y demostrar que la fe religiosa y la razón eran capaces de coexistir en el mundo moderno. En suma, la tragedia que ha sacudido a la Iglesia no sólo vino de reacciones externas, sino errores internos y principalmente escándalos internos, como lavado de dinero, opacidad financiera, y sobre todo el antagonismo de los actores que se refleja en esa filtración de documentos del fenómeno llamado Vatileaks que tan sólo son la punta del iceberg de la corrupción de la curia romana.
La renuncia refleja, por un lado, su frágil grandeza y la última lectio del herr professor. Una decisión contundente pone fin a un reinado marcado por escándalos y conspiraciones en la curia pero no los resuelve. Su salida permite que se reconstruyan los tejidos eclesiales y que se concerte un proyecto común entre los diferentes clanes de la Iglesia; así como elegir un nuevo pontífice con mayor vitalidad, energía y liderazgo que conduzca a buen puerto la nave averiada de la Iglesia católica. Su movimiento podría culminar con maestría, con un nuevo Papa cercano a su sensibilidad o uno de sus discípulos consentidos. Tiene una correlación cardenalicia propicia.
En Roma quizá comenzó una evolución inversa, como si, tras la decepción del progresismo católico del Concilio Vaticano II, ahora se vive la decepción del conservadurismo clerical. El Papa es, de hecho, como se suele decir, el último monarca absoluto en abdicar a su trono. Como diría el teólogo jesuita González Faus, el problema no es el Papa, el problema es el papado. La crisis de corto plazo es la dramática pérdida de autoridad moral y espiritual de la Iglesia; la crisis honda es el modelo de papado monárquico-absolutista que ha predominado desde la Edad Media y reafirmado en la crisis de Reforma. Es la arrogancia de autodenominarse salvaguarda de los valores y ejercer de manera autoritaria el monopolio del poder y la verdad.
Probablemente no habrá que derrumbar el papado pero es necesario renovarlo. Diferentes análisis apuntan a una agenda clave de retos para la Iglesia católica: a) la necesaria reforma de la curia; b) recuperar la credibilidad social herida por la pederastia y el Vatileaks; c) una Iglesia más pastoral y ecuménica; d) colegialidad, mayor apertura a la toma de decisiones; f) ordenación de las mujeres. Recuperar la tradición sinodal, la Iglesia no puede seguir manejándose como una monarquía absoluta; el propio Benedicto XVI con su renuncia seculariza el rol del propio papado, quizá éste sea su mayor aporte, hasta ahora gestionado como un ejercicio divino. En cierto sentido, Ratzinger ha cedido ante el oráculo de la modernidad poscristiana.
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