Miradas al Sur
En la mañana del 11 de diciembre que Hugo Chávez miró el rostro estupefacto de Nicolás Maduro y le entregó la espada de Bolívar, no sólo se despedía un presidente, también daba inicio a una nueva etapa en el movimiento que nació con él veinte años atrás. Los dilemas del chavismo no comenzaron el día que sus militantes descubrieron que se estaban quedando sin líder.
Para comprender el chavismo en su dinámica actual, y las derivaciones al interior de Miraflores, en el PSUV y en la sociedad, hay que juntar sus tres claves: el líder, los movimientos sociales y el “partido militar”. La composición de esa simple ecuación la distingue de todos los movimientos conocidos en la historia latinoamericana.
La estructura del poder institucional bolivariano se asienta en cinco factores identificados con figuras centrales como José Vicente Rangel, o ministros y jefes políticos como Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Elías Jaua, Jorge Arreaza, Francisco Farruco Sesto, Tarek El Aisami y otros de menor pendulación o de audiencia sólo regional.
La presencia anímica de Hugo Chávez impide relaciones contradictorias, pero no avienta para siempre las visiones y modos distintos que se abrigan sobre cómo resolver la complicada transición interna. El proyecto común tiene miradas distintas. Una visión es de vocación socialdemócrata, animada por J. V. Rangel, una respetable personalidad de la izquierda más tradicional, que desde 2011 promueve una transición acordada con una parte de la burguesía, incluido un segmento moderado de la no chavista.
La segunda apuntaría a alguna versión del bonapartismo vernáculo latinoamericano. Aunque suele ser personificada por el ex teniente coronel bolivariano Diosdado Cabello, ex vicepresidente, varias veces ministro, gobernador derrotado de Miranda y actual Presidente de la Asamblea Nacional, va más allá de él. Se interna en los caminos sinuosos del “partido militar”.
Entre una y otra se mueven las otras opciones, con mayor o menor acercamiento según la coyuntura y la posición ocupada alrededor del presidente Chávez. La presión dislocante de un Comandante-Presidente cada vez más ausente comenzó a mover las piezas del chavismo en ondulaciones transversales entre las dos opciones dominantes. No hay nada de que sorprenderse. Siempre fue así en los movimientos nacionales y sociales.
Pero ninguno de los factores de poder en juego tiene autonomía absoluta. Lo que haga o no pueda hacer el “partido militar” dependerá de una relación de fuerzas que no es capaz de manejar a su arbitrio. Esta entidad clave del poder venezolano es tan difusa como existente y decisiva. Pendula entre lo que representan Maduro y Rangel, las otras fuerzas dentro del gobierno y las vanguardias bolivarianas más orgánicas. En Venezuela, el partido militar conserva sus perfiles corporativos, pero sin las formas reaccionarias conocidas en otras experiencias latinoamericanas.
El PSUV está jugando un rol subordinado en esta transición. Desde que fue convertido en una gigante maquinaria electoral anuló su vitalidad militante inicial. Eso le restó un carácter institucional decisivo en el actual dilema existencial de la revolución bolivariana. En la actual transición entre un chavismo centrípeto y un chavismo sin Chávez, predomina la perspectiva más moderada, basada en un espíritu de unidad y equilibrio insuflados por el respeto canónico al presidente enfermo.
Esa señal fundamental de estabilidad y cordura la dio el propio Comandante Chávez el 11 de diciembre cuando entregó la espada de Bolívar a Maduro y no a alguna figura del “partido militar”. El cuidado presidencial fue de relojería. Chávez es consciente de la relación de fuerzas interna del movimiento que lidera. Y hacer lo que hizo denotó un alto grado de responsabilidad, sabiendo que hería alguna sensibilidad en las Fuerzas Armadas.
Una de las virtudes políticas del movimiento y el proceso bolivariano es que no está cruzado por agrietamientos violentos que sufrieron otros procesos latinoamericanos, algunos con resultados sangrientos, como el del peronismo entre 1973 y 1976, cuando sus facciones –montoneros, derecha sindical, PJ histórico o el lopezreguismo fascistoide– se disparaban mutuamente con varios miles de muertos en el camino. La Masacre de Ezeiza, relatada por el brillante escritor peronista, Horacio Verbitski, es el más crudo retrato de lo se debe evitar. Otro caso citable con final dramático similar es el del FMLN a comienzos de la década de los 80.
Una de las raíces sociales que vibran en la hipótesis de una tensión interna en el chavismo es la tendencia decreciente del voto chavista desde 2007, apenas solapado con los últimos dos triunfos apabullantes de octubre y diciembre. Aunque ambos, por muy buenos que sea, no hayan cortado la tendencia.
Otra raíz es la molestia latente de las bases con una burocracia estatal necesaria, pero convertida con el paso de los años en ineficaz. Su progresiva autonomía desde 1999 transmutó en el secuestro político del aparato de Estado y del partido, en representación de la emergente “boliburguesía”. Este fue otro fenómeno conocido en procesos similares anteriores de nuestro continente, y en los regímenes surgidos de la avalancha anti imperialista de las décadas de los 50 y 60 en Africa y Asia.
Tanto el “partido militar” como la versión socialdemocratizante, deberán arreglárselas con un tipo de poder popular nacido en 1989, identificado en 1992 y potenciado desde 2002 en unos 17 movimientos bolivarianos asentados en clases y sectores, cuya marca social es que todos son de alguna clase trabajadora. Estos movimientos corporizan un poder constituyente de los de abajo, aunque todavía no sepan como reemplazar a la burocracia constituida como gobernante desde arriba.
El Consejo Comunal, la Federación Campesina Ezequiel Zamora, la Corriente Bolívar y Zamora y los Jirajara, el Movimiento de Pobladores Urbanos y sus Comunas Socialistas, las Milicias Populares, que tienen la capacidad social, por ejemplo, de cuidar barrios de la Misión Vivienda, las Guardias Rurales, muchas corrientes sindicales, el Movimiento del Control Obrero, los nuevos Círculos Bolivarianos y los 620 medios comunitarios, son pilares de ese poder popular.
Una de sus muestras más rutilante es que el medio periodístico bolivariano más leído del país, Aporrea.org, no es oficialista ni comercial ni de papel. Es un medio prochavista de izquierda de alto contenido democrático para informar y lo visitan unas 230 mil veces cada 24 horas, según la firma contabilizadora Alexa.com.
Otra expresión de ese poder popular son los miles de Comités de Salud Laboral en la estructura básica de la industria, que de hecho disputa poder al capitalista, y los cientos de Comités de Usuarios de Televisión encargados de vigilar los contenidos para que los niños no vean pornografía mientras sean niños, o no sean inducidos a matar y odiar según las pautas culturales de Hollywood.
Este poder popular tiene como debilidad ser acéntrico, poco sistémico y de cultura política liviana, pero aprendió una lección de alto nivel en situaciones como la venezolana: se niega a renunciar al carácter independiente del gobierno nacido el 13 de abril de 2002: En Miraflores no hay expresiones directas del empresariado capitalista. Las vanguardias y sectores importantes del gobierno entienden ese “pequeño detalle” como una conquista que choca con los dos proyectos preponderantes. Por ahora.
La inminente ausencia del líder originario coloca al movimiento bolivariano y su complejo proceso político ante su prueba más compleja. Veinte años después, el chavismo deberá saber superarse a sí mismo o descubrir el infausto destino de corrientes similares en el pasado latinoamericano. De los 18 movimientos nacionalistas del continente aparecidos entre la Revolución Mexicana y el chavismo, ninguno sobrevivió igual a lo que fue mientras estuvo bajo la impronta de sus líderes y organismos.
Las transformaciones fueron de amplia gama. Varios sufrieron una descomposición temprana (el MNR boliviano luego de Paz Estensoro, el adequismo venezolano o el aprismo peruano); otros desaparecieron de la escena histórica al ser derribados, o salidos del gobierno (el cardenismo mexicano, el arbenzismo en Guatemala, el varguismo brasileño o el ibañismo chileno y ecuatoriano). También se conoció la recomposición transitoria de otros movimientos, pero con ropajes moderados que ya no cabían en el cuerpo original (el sandinismo, el FMLN, el peronismo, el frenteamplismo uruguayo o el torrijismo panameño).
En esa realidad tan compleja de opciones históricas, el chavismo está atravesado por las mismas leyes, resumibles con dificultad en esta fórmula algebraica: ido el líder, el movimiento se potencia en la base social o decae y muta en su contrario.
Nenhum comentário:
Postar um comentário