segunda-feira, 26 de novembro de 2012

México: El traje nuevo del presidente

John Ackerman
La Jornada

Se equivocan los que afirman que para que el país esté bien es necesario que al presidente de la República le vaya bien. Cuando el mandatario viola la legalidad, agrede a los ciudadanos y conduce el país hacia el despeñadero, lo más conveniente no es subirse al barco y sonreír al capitán, sino remar a contracorriente y evidenciar las fugas del navío. El primero de diciembre la salud de la democracia mexicana no se determinará por el aplausómetro para Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, sino por la visibilidad de las protestas contra ambos.

En 2006, la interrupción simbólica del rito presidencialista de entrega-recepción de la banda presidencial en la Cámara de Diputados fue un gran avance político en nuestro país. La oposición de izquierda tomó en serio su responsabilidad de canalizar y representar el descontento social al interior de la instancia diseñada precisamente para dar cabida a la pluralidad política: el Congreso de la Unión. En un acto contundente de resistencia civil pacífica y de sacrificio político, un amplio grupo de legisladores tomó la tribuna de San Lázaro e impidió el desarrollo normal de la sesión en la que Calderón tomaría posesión como presidente de la República.

El repudiado presidente saliente, Vicente Fox, ni siquiera pudo presentarse. Calderón tuvo que entrar y salir del recinto por una improvisada puerta trasera, entre gritos y fuertemente custodiado por el Estado Mayor Presidencial.

Se cumplió estrictamente con la normatividad. El nuevo presidente protestó ante el Congreso de la Unión a guardar y hacer guardar la Constitución tal y como lo mandata el artículo 87 de la carta magna. Pero el rito de colocación de la banda presidencial se desacralizó y todo México pudo atestiguar, por lo menos en el terreno simbólico, el fin de la presidencia imperial. Con ello se evidenció la desnudez del rey y esta nueva conciencia crítica benefició a la sociedad entera.

Se repitió una escena similar el pasado 11 de mayo, cuando un amplio grupo de alumnos en la Universidad Iberoamericana recibió y despidió a Peña Nieto con gritos de ¡Fuera! ¡Asesino! ¡Cobarde! ¡Corrupto! y ¡Represor! Aquella manifestación también fue pacífica y no rompió en absoluto con la legalidad, que en ninguna parte obliga a los ciudadanos a vitorear a los candidatos presidenciales. El priísta pudo entrar sin problema en el auditorio universitario, exponer sus ideas con calma y contestar una veintena de preguntas antes de tomar libremente la decisión de escaparse por la puerta de atrás, detenerse en el baño y cancelar su entrevista con Radio Ibero.

La irrupción de la juventud dio aire nuevo al proceso electoral e iluminó la esperanza de miles de ciudadanos para participar e influir en el resultado de las elecciones presidenciales. Las instituciones electorales finalmente traicionaron esta esperanza con su complicidad con los poderes fácticos. Pero ello no canceló la enorme importancia histórica del movimiento #YoSoy132.

En 1968, Samuel Huntington, finado profesor de la Universidad Harvard y uno de los más influyentes apologistas del imperialismo estadunidense, escribió en su libro El orden político en las sociedades en cambio que lo más importante para un país en vías de desarrollo no es su "tipo de gobierno", sino su "grado de gobierno". Es decir, en lugar de preocuparse por la democratización del sistema político, los líderes deberían priorizar la construcción de instituciones fuertes capaces de imponer el orden social.

Un elemento central para lograr este fin, según Huntington, es el fortalecimiento de la institución presidencial. Sostenía que el clásico refrán estadunidense de que "lo que le es bueno para General Motors es bueno para el país" debería también acuñarse como "lo que le es bueno a la Presidencia, es bueno para el país". De acuerdo con esta lógica autoritaria, sólo un firme centralismo político podría generar las condiciones necesarias para un sano desarrollo frente a las amenazas que implicaban los vigorosos movimientos estudiantiles y socialistas de la época. El autor explícitamente halagó al sistema priísta mexicano como ejemplo a seguir a escala internacional.

Hoy el PRI busca resucitar el fantasma de Huntington y recuperar la fuerza presidencial supuestamente perdida durante los años de gobiernos panistas. Las reformas a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal y a la Ley del Servicio Profesional de Carrera no podrían ser más transparentes. Se trata de garantizar que los criterios políticos y las preferencias personales sean los únicos que influyan en la administración pública federal, tanto en materia de seguridad pública como en contratación de servidores públicos y el combate a la corrupción. El vergonzoso apoyo de destacados legisladores del PRD a estas reformas, como Silvano Aureoles, Miguel Barbosa, Manuel Camacho y Armando Ríos Piter, confirma el abandono de la lucha democrática de la mayor parte de los líderes de ese partido.

México no resolverá sus problemas con el retorno del hiperpresidencialismo del pasado, sino con la consolidación del protagonismo social que cada día más es el signo de nuestros tiempos a escala mundial. La forma en que se desarrolle el relevo presidencial este 1º de diciembre será un importante indicador simbólico de lo que nos espera en los años por venir.

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