sexta-feira, 16 de dezembro de 2011

Una mirada a Etiopía

Jorge Albuixech
Rebelión

Etiopía, el segundo país más poblado de África y uno de los últimos países del mundo en lo que a IDH se refiere. Un país en el cuerno de África donde gobernó durante más de treinta años la deidad del movimiento rastafari Haile Selassie. Etiopía te da la bienvenida en su capital, Addis Abeba, con luces parpadeantes que parecen avisarte del choque cultural que se avecina cuando el avión aterrice. Si optas por adentrarte en la Etiopía profunda desde el domestic airport de Addis Abeba puedes volar hacia las principales capitales regionales. A precios que rivalizan con el low cost occidental viajarás a lugares donde las terminales aeroportuarias no son más que cobertizos construidos con planchas metálicas. Uno de estos lugares es Bahar Dar.

Calles repletas de gente que no conoce el significado de la palabra estrés, basculas de alquiler y limpiabotas que aguardan a los clientes, docenas de triciclos motorizados que circulan por doquier, tierra roja, rica en hierro, que cubre las aceras y ayuda a distinguir a los peatones habituales de los esporádicos, trajes almidonados en exceso y cuyo color original resulta imposible determinar, algún blanco despistado que te mira furtivamente buscando complicidad, un hombre completamente desnudo pidiendo en la puerta de una iglesia copta, guardas que dormitan en los jardines de las casas habitadas por forengys, bellos rostros femeninos tatuados con cruces y rayas, abundantes bazares que rotulan conocidas marcas comerciales en sus fachadas y carecen de ellas en sus existencias, pies descalzos que identifican a quienes están tras las estadísticas de las Naciones Unidas, burros y bicicletas, muchas bicicleta.

Así es un paseo por las principales calles de Bahar Dar. Solo unos pasos separan a esa gigante televisión de plasma del niño semidesnudo que duerme resguardado en una glorieta. Las desigualdades crecen a medida que el capitalismo y la globalización avanzan, sin embargo, las grandes corporaciones se resisten a conquistar este recóndito lugar. En una de las principales avenidas las camareras del Starblaks ofrecen, con su exiguo inglés, un exquisito café nacional mientras plantan cara al avance de las transnacionales con una falsa franquicia que promociona el comercio y el empleo local.

La expresión ser un blanco perfecto cobra sentido, y no precisamente en su matiz racial. El blanco de muchas miradas, el blanco de la mendicidad, el blanco de los mosquitos, el blanco de aquellos que buscan ganarse la vida brindando su ayuda al forengy y, en definitiva, el blanco que trajo el capitalismo y la esclavitud. El color de piel te delata.

El abigarrado abecedario amhárico esconde muchos secretos que solo unos pocos forengys han conseguido descifrar. La afluencia de voluntarios, organizaciones no gubernamentales e incluso constructoras asiáticas, han impuesto el bilingüismo en los carteles de la ciudad y han diseñado una red de hoteles, restaurantes y algún que otro resort para encerrar al forengy en su burbuja occidental. Con todo, una mirada hacia fuera desde la ventana del hotel te devuelve a la realidad. Casas de adobe donde las mujeres muelen el grano y cocinan injeras con leña. La amarga injera se acomoda mejor en los delicados estómagos de los forengys cuando se comparte con un etíope, que te ilustrará en la maestría de comer con los dedos, algo que el “progreso occidental” se encargó de que olvidaras.

En Etiopía el tiempo no tiene prisa. Según el calendario etíope seguimos en 2004, no hay mejor clínica de rejuvenecimiento. Sentirte 7 años más joven cuesta el equivalente a 50 céntimos de euro, el precio de 6 fotos de carnet con la impronta del año etíope. Los dictámenes de la globalización hacen que la hora etíope empiece a estar en peligro, sin embargo, aun son muchos los lugares en los que la salida del sol marca el inicio de la cuenta horaria.

Tras años de abstinencia informativa he vuelto a encender la tele. El único canal del hotel, Al Jazeera News, me hace recordar que la globalización suele dejar huella en sus victimas, y parece haber pasado por aquí. La tierra africana que mejor resistió la embestida colonialista no ha podido resistir el envite de la globalización.

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