Claudia Hilb
Gramsci e o Brasil
Gramsci e o Brasil
O mais democrático dos antigos Partidos Comunistas, o PCI, jamais se negou a encarar crítica e analiticamente os desafios colocados pelas chamadas sociedades pós-revolucionárias, que, vítimas das suas contradições, entre as quais a falta de liberdades básicas, caíram sob os escombros do Muro de Berlim.
Claudia Hilb, professora de Teoria Política na Faculdade de Ciências Sociais da Universidade de Buenos Aires, é autora de numerosos estudos publicados em seu país e no exterior, entre os quais destacamos Leo Strauss: el arte de leer (2005) e Gloria, miedo e vanidad: el rostro plural del hombre hobbesiano (em colaboração, 2007). Editou ainda um livro em homenagem a um dos símbolos do pensamento gramsciano em toda a América Latina, El político y el científico. Ensayos en homenaje a Juan Carlos Portantiero (2009).
Seguindo esta tradição, Gramsci e o Brasil convidou Claudia Hilb, autora de um instigante livro sobre a sociedade e o Estado cubano, a aprofundar suas reflexões ali expostas, como forma de incentivar um debate aberto e não dogmático sobre uma das realidades remanescentes daquilo que um dia se chamou de socialismo real. O resultado deste convite são as respostas dadas a Fernando de la Cuadra, na entrevista abaixo reproduzida.
Siendo una militante de la “izquierda radical” y perteneciente a una generación en que la revolución cubana ocupa un lugar importante, ¿en qué momento usted comienza a percibir los derroteros autoritarios que vendría a asumir este proceso revolucionario?
Siendo una militante de la “izquierda radical” y perteneciente a una generación en que la revolución cubana ocupa un lugar importante, ¿en qué momento usted comienza a percibir los derroteros autoritarios que vendría a asumir este proceso revolucionario?
Cuando partí al exilio, en 1976 (tenía 21 años), ya partí con la sensación de que algo de lo que estaba sucediendo en Argentina con las fuerzas de izquierda radicalizada merecía ser interrogado seriamente. Pero era una sensación muy vaga. Fue en Francia donde empecé a transformar esa sensación en objeto de mi indagación, a interesarme en la literatura de la disidencia y de la crítica de los regímenes de la órbita soviética — desde Orwell y Koestler hasta Bahro, Hahnemann, y varios otros, y fue así, con esa inquietud, que llegué a frecuentar la obra y el seminario de Claude Lefort, que ejerció en ese sentido un gran impacto sobre mí, ya que de algún modo encontraba en su reflexión formuladas de manera brillante las preguntas que rondaban por mi cabeza. Para la pequeña historia, diré que en el principio de este proceso, hacia 1977-1978, también tuvo una gran influencia sobre mí la amistad con Elizabeth Souza Lobo, que fue profesora mía en la Universidad de Paris VIII, a través de quien tuve la primera evidencia de que era posible desarrollar una postura no religiosa ni dogmática de izquierda. Aprovecho para decirlo aquí, porque nunca tuve la oportunidad de decirlo en voz alta, y estoy segura de que ella desgraciadamente nunca supo cuan importante fue su amistad para mí.
¿Cómo surgió la idea de escribir un libro que marcase una posición cuestionadora desde la izquierda democrática?
Desde los comienzos de lo que podría llamar mi actividad intelectual, al mismo tiempo en que me dedicaba al estudio de la teoría política moderna y contemporánea, me interesó especialmente tratar de interrogar las certezas de la izquierda de la que provengo, de contribuir a la revisión de nuestra tradición y sobre todo de nuestra práctica, con la idea de que si no lográbamos revisar esa historia no habría manera de revitalizar la política desde un polo de pensamiento de izquierda, o por así decir “progresista” (lo pongo en comillas, porque es un término que ya no me convence mucho por múltiples motivos). Esto último me ha llevado a escribir sobre la violencia política en Argentina, sobre la cuestión de la justicia transnacional en el caso de las dictaduras argentina y chilena, sobre el asalto guerrillero al regimiento de La Tablada, en una suerte de “revival” de las prácticas setentistas en Argentina en 1989, y luego, sobre la Revolución cubana. Actualmente estoy tratando de escribir algunas cosas sobre el modo en que se articulan verdad y justicia en los procesos post-traumáticos en Argentina y Uruguay, a la luz del modo bien distinto en que ello fue tratado en Sudáfrica. En suma, mi libro sobre Cuba forma parte, para mí, de la necesidad de revisar más globalmente la tradición, las creencias y la práctica política de la izquierda radical en Argentina, en mi caso, pero por supuesto, no solo en Argentina.
¿No cree que su posición con relación a los caminos seguidos por la revolución cubana es también tardía, considerando que su libro sólo llega a publicarse en 2010, es decir, después que transcurrieron más de 50 años desde el triunfo de Fidel y sus compañeros?
En términos generales, por supuesto que es tardía. Por suerte, ha habido quienes han hablado antes, y mejor, que yo (aunque pocas veces hayan sido escuchados desde la izquierda, que ha tendido a desecharlos más fácilmente como “traidores”). Es curioso, el otro día un amigo me envió un viejo reportaje a Jorge Semprún donde le hacen una pregunta similar, referida en ese caso a la URSS. Y Semprún responde que a su criterio “lo esencial no está en saber cuándo fulano o mengano ha roto con la mistificación de las organizaciones que se proclaman marxistas, sino ver hasta dónde habrá ido en este camino de ruptura”. Sea como fuere, en mi caso no creo que yo pueda atribuir la tardanza a la negativa a revisar mi adehsión pretérita, cosa que comencé a hacer bastante joven, favorecida por el clima intelectual de cierta izquierda en Francia, sino más bien a razones, si ud. quiere, más ligadas a mis obsesiones más inmediatas. Como le decía antes, desde 1983 que intento pensar algunos problemas de la concepción y la práctica de la izquierda, en particular de la izquierda argentina, como quien diría “a contrapelo” de lo que es para mí el sentido común progresista inexaminado, ese sentido común que responde automáticamente con respuestas que si en algún momento pueden haber sido el resultado de reflexiones complejas, hoy han tomado en buena medida la forma de clishés. De modo que si recién hace pocos años decidí concentrar mi atención en la Revolución cubana creo que es porque hasta entonces estaba sobre todo arreglando las cuentas con el asunto de la violencia política de la izquierda radical en Argentina, que me involucraba más existencialmente, por así decir. Siempre sentí esto último como una suerte de deber de responsabilidad, hacia las nuevas generaciones, sometidas al tableteo romántico de los relatos heroicos de tiempos de plenitud, pero también hacia los amigos que tuve que murieron en el ejercicio de esa violencia y que desaparecieron en un destino atroz. Porque contrariamente a quienes se niegan a revisar nada invocando la memoria de las víctimas, siempre creí que nada me impedía pensar que de haber sobrevivido, muchas de ellas habrían podido llegar a pensar como yo. Pero bueno, en determinado momento sentí que ya había dicho lo que quería decir al respecto, y pude si usted quiere ampliar un poco el foco de mi mirada. En todo caso, como le decía, sinceramente creo que la tardanza a encarar el tema de Cuba no obedeció en mí tanto a una resistencia de tipo intelectual, sino más bien de un sino biográfico. De hecho, empecé a tomar la decisión de escribir sobre Cuba cuando Fidel Castro visitó la Argentina en 2003, a comienzos del gobierno de Néstor Kirchner, y despertó una “fidelmanía” entre los jóvenes, y no tan jóvenes, que me perturbó profundamente, porque entraba en sintonía con una suerte de “revival” de lo que en Argentina se llama el “setentismo”, la exaltación del activismo político de los primeros años de la década del setenta, y que era uno de los focos contra los cuales yo intentaba argumentar. Fue ese revival “setentista” el que me llevó a querer indagar un poco en las claves de esa adhesión tremendamente entusiasta a Fidel Castro entre buena parte de la izquierda democrática. Lo curioso es que desde el primer momento en que empecé a escribir sobre Cuba (escribí algunos pequeños textos sobre el tema antes del libro) recibí muestras de admiración por lo que muchos amigos que compartían a grandes rasgos mi mirada denominaban mi coraje. Yo, la verdad, no sentí ni siento que era necesario coraje para escribir como lo hice, pero esa reacción no hizo sino reafirmar para mí la conciencia del punto hasta el cual el tema Cuba era casi impronunciable.
En la introducción de su libro, usted deja claro y explicito que el bloqueo comercial de Estados Unidos a Cuba no será objeto central de su análisis. ¿Pero, realmente no piensa que el embargo que afectó a Cuba pudo haber influido forzosamente en ese proceso de estigmatización de los potenciales enemigos y en la subsecuente concentración de poder en manos del grupo dirigente y de Fidel en particular?
Es interesante, claro está, imaginar contrafácticamente qué habría sucedido si no se hubiera producido el bloqueo comercial de los EEUU, si en tal caso los dirigentes de la Revolución habrían optado por llevar adelante otra forma de constituir el poder. Por mi parte, viendo las señales de monopolización del poder que se producen muy rápidamente en Cuba desde los primeros meses, y viendo también cual ha sido la experiencia de las revoluciones del Siglo XX, tiendo a pensar que si bien el bloqueo pudo a la vez debilitar las chances de quienes habrían querido conservar un destino más plural para la Revolución, y eventualmente convencer a algunos de ellos de la necesidad de concentrar férreamente el mando, la tendencia a la construcción omnímoda del poder forma parte integral de la idea revolucionaria constructivista, de constitución de una sociedad a imagen y semejanza de una idea. El apartamiento y persecución, en los primerísimos tiempos de la Revolución, de hombres como Matos, Boitel, Salvador, por nombrar a algunos, no puede ponerse a cuenta del bloqueo — parcial, desde octubre de 1960, total a partir de 1962 — provocado por los EEUU respecto del comercio con Cuba. De todos modos, un tema que me parece muy interesante y pertinente es el de reflexionar acerca del equilibrio entre radicalidad de las medidas de igualación y consecuencias políticas. ¿Puede llevarse adelante un proceso radical de igualación “desde arriba” sin concentración absoluta del poder? En caso de que, a la luz de la mirada sobre la historia del Siglo XX tendamos a pensar de que la respuesta es negativa, habrá entonces que imaginar cuales pueden ser las formas de igualación que no conduzcan a regímenes de dominación total — a menos que nos resignemos, y no estoy dispuesta a que sea el caso, a optar entre el apoyo a revoluciones totalitarias o la renuncia a la lucha por una mayor igualdad.
En varias oportunidades, usted resalta que la cultura fue cooptada por el gobierno y que el poder central consigue desarticular toda posibilidad de organización autónoma de los intelectuales y artistas cubanos en nombre de la revolución. A pesar de ello, también pudimos ver la creación de obras críticas apoyadas con recursos del gobierno, como es el caso de Fresa y Chocolate o Guantanamera de Tomás Gutiérrez Alea, películas que fueron ampliamente difundidas en el circuito internacional.
Por supuesto, ha habido en estos cincuenta años algunos momentos de deshielo, o más exactamente, algunas brechas a través de las cuales puede expresarse un pensamiento autónomo, de los cuales las películas de Gutiérrez Alea son una buena muestra. Pero al mismo tiempo, es cierto también que la apertura o el cierre de esas brechas está siempre sometida a la voluntad del poder político, y que se requiere un coraje cívico importante para insertarse en ellas. En el libro yo cito el ejemplo del Centro de Estudio de las Américas, cuyos integrantes eran respetadísimos intelectuales, que fue cerrado de manera abrupta por orden de Raúl Castro en 1994, tras varios años de existencia, no sin antes pasar por unas lamentables sesiones de interrogatorio ideológico político a sus prestigiosos directivos. Del mismo modo, constato hoy en día la prudencia con que se mueven en Cuba algunos grupos, muy reducidos por cierto, de intelectuales independientes, que aprovechan de la mejor manera los resquicios que pueden aparecer, pero que no se engañan respecto de la posibilidad de persecución eventual, o de ahogo de esos resquicios. En suma, tal como yo entiendo el funcionamiento del régimen, considero que lo que hace a su naturaleza no es la eventual tolerancia, aquí o allá, de tal o cual hecho, sino la discrecionalidad plena que posee el régimen para permitir o prohibir, para tolerar o perseguir estas manifestaciones, discrecionalidad que como decía recién exige de quien fuerza esos espacio una dosis notable de coraje cívico.
¿No piensa que la democracia sin la garantía de derechos mínimos universales, como educación, salud y seguridad social, puede ser tan sofocante para las personas como un régimen autoritario que ofrece estos beneficios a cambio de lealtad y obediencia?
Preferiría plantear la cosa de este modo: considero que la democracia sin garantía de derechos universales mínimos es una democracia tremendamente imperfecta, sofocante, injusta para quienes carecen de aquella garantía, y que es necesario, para quienes nos identificamos con la izquierda democrática, obrar por la ampliación y la generalización de esos derechos. Ahora bien, creo también que la generalización de esos derechos, la lucha por la generalización, puede hacerse e incluso debe hacerse en los mismos términos que son provistos por la dinámica democrática: esto es, la sociedad democrática moderna no puede determinar, de una vez y por todas, cual es la extensión de los derechos, quienes son sus portadores, qué es y qué no es un derecho universal. Y es solo en la disputa política que estos asuntos pueden dirimirse cada vez. En otras palabras, la universalización de los derechos mínimos de los que usted habla debe ser un objetivo irrenunciable de una política de izquierda. Más aún, hoy en día la defensa de esta universalización, unida a la defensa de la libertad igualmente universal, es lo que a mis ojos puede distinguir una política o una sensibilidad “de izquierda” de una política o una sensibilidad “de derecha”. Lo que precisamente no quiero abonar es a la idea de que no puede haber igualdad con libertad, ni libertad con igualdad. Vuelvo a lo que decía al principio: si estas dicotomías reaparecen es porque no hemos sabido recrear suficientemente un pensamiento de izquierda, a la luz de los desastres políticos de las izquierdas, o así llamadas izquierdas, realmente gobernantes bajo la forma de los totalitarismos. Como lo señalo también en el libro, no se trata para mí de saber quien vive mejor, o quien vive peor, si un habitante de una casa semiderruida de Centro Habana, o un habitante de una villa miseria del conurbano argentino. Más aún, no tendría empacho en admitir que vive mejor el primero. Pero nunca a nadie se le habría ocurrido que ser de izquierda es defender como mejores las condiciones de vida del habitante de la villa miseria del conurbano argentino. Y tantos creen que ser de izquierda es defender los resultados políticamente inadmisibles y socialmente hoy también lamentables del régimen de la revolución cubana.
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