quarta-feira, 16 de fevereiro de 2011

El fantasma del pachamamismo



Renaud Lambert
Le Monde diplomatique


Sólo un país ha rechazado el Acuerdo Internacional de Cancún destinado a combatir el cambio climático: Bolivia. Antes que “los mecanismos de mercado” previstos por el texto suscripto en diciembre pasado, el presidente boliviano Evo Morales prefiere “un nuevo paradigma planetario para preservar la vida”: la defensa de la Tierra madre, la Pachamama. Así se apela a una tradición indígena que contribuiría a “descolonizar” la atmósfera ideológica.

El 22 de abril de 2010, un grito retumbó al pie de la Cordillera de los Andes: “¡Pachamama o muerte!”. Levantando el puño, sobre una tribuna montada en la ciudad de Cochabamba, el presidente boliviano, Evo Morales, invita a sus invitados a unirse a él. Cinco mil representantes de asociaciones ecologistas, políticas y antiglobalistas –llegados de todo el mundo para participar en una conferencia sobre la crisis ecológica– exclaman a coro: “¡Pachamama o muerte!”.

¿Pachamama? “La ‘madre Tierra’ entre los indios de América Latina”, explica complacido el presidente Morales. Desde hace algunos años, su nombre aparece con más frecuencia en la prensa, en las publicaciones de las organizaciones no gubernamentales (ONG) o en la literatura ecologista y antiglobalista. Para Libération, el término resume el tenor de los debates de la XI Universidad de Verano de la Asociación para la Tasación de las Transacciones Financieras y para la Ayuda Ciudadana (ATTAC, “Pachamama mía”, 23 de agosto de 2010). Pachamama es también el título que el director de los Verdes, Patrick Farbiaz, dio a su revista, dedicada a la ecología política.

Mientras que las amenazas ligadas al cambio climático pasaron del estatus de hipótesis al de evidencia, la divinidad andina se impuso como encarnación de la Tierra que alimenta, a la que ahora hay que proteger de la agresión humana. Ahora bien, quien dice “Pachamama” dice necesariamente “poblaciones indígenas que viven en armonía con ella”.

Esto está bien visto: la corriente ecologista dominante, lo mismo que los gobiernos de las grandes potencias (tanto industriales como emergentes) se interesan en la noción de “desarrollo sustentable” que reintegra, en el discurso de aquellos, la relación hombre-naturaleza. Según los investigadores argentinos Diego Domínguez y Daniela Mariotti, esta búsqueda de modelos de interacción armoniosa conduce a identificar “al indígena como ‘ecologista natural’” (1). Supervivencia local de una época en que, según el ecologista franco-británico Edward Goldsmith, “todo el mundo, en todas partes, sabía vivir en armonía con el mundo natural” (2). Visto desde el Norte, la Pachamama nos invitaría, pues, a redescubrir nuestra propia sabiduría ancestral, olvidada. ¿Y qué sucede del lado de los indios?

La etnóloga Antoinette Molinié observa que en América Latina, “hace apenas treinta años, se hablaba muy poco de la Pachamama” (3). Además, en los Andes, la “Pachamama” tradicionalmente nombra a una divinidad que provoca tanto la sequía como la fertilidad, que es a la vez amenazante y ávida de sacrificios humanos. ¿Una “madre” un poco ruda? Para nada: la etimología de la palabra no remite ni a la noción de tierra ni a la de madre. “‘Pacha’ marca un campo semántico amplio que incluye los ciclos del tiempo, del espacio y de la tierra, y ‘mama’ envía a la noción de autoridad, que no es específicamente femenina”, explica el sociólogo Franck Poupeau (4). La imagen europea de la Pachamama llegó de todos modos hasta América Latina.

Tradicionalmente, las poblaciones urbanas y mestizadas de la región “desprecian la etiqueta de ‘indio’, vivida como sinónimo de pobreza”, observa la antropóloga peruana Marisa de la Cadena (5). Cuando se la asocia a la veneración de la “madre Tierra”, “la etiqueta” los seduce un poco más: hay quienes alejados hasta ahora de sus “raíces”, de pronto se “descubren” indios –sin dejar por ello de reconstruir, de paso, algunos aspectos de la historia precolombina–.

“Yo asistí a auténticas misiones”, cuenta Molinié. Profesores de alguna universidad aterrizaban en pueblos apartados para enseñar a los indios –a los “verdaderos”, se podría decir–, que ignoraban todo, lo que era la “Pachamama”. Los rituales que inventan entonces “rebuscan sin miedo en textos históricos y antropológicos, a veces sin relación, corriendo el riesgo de hacer patchworks surrealistas”, observa la investigadora francesa, cuyos trabajos académicos han tenido un destino extrauniversitario.

Un imaginario europeo

Nada indica una permeabilidad particular de las comunidades tradicionales rurales a esas enseñanzas. Sin embargo, este tipo de iniciativas favorecen el desarrollo de conceptos –“armonía ancestral”, “pureza primitiva”, “autenticidad cultural”– que son el eco de los elaborados por la industria del turismo y las grandes ONG. Una situación que conduce a veces a ofrecer a los observadores europeos lo que ellos vinieron a observar. Como el “mercado de las brujas” de la capital boliviana, La Paz, por ejemplo.

En estos puestos, cualquiera puede proveerse de fetos de llama para ofrecerlos a la Pachamama. La operación, que es una muestra cotidiana de espiritualidad, permite hoy “asegurarse la prosperidad y la protección de la Pachamama” (Guide du routard), pero además bendecir las casas recién construidas o solicitar buenas cosechas. Sin embargo, a fines de los años noventa, esta ofrenda caracterizaba un “pedido urgente para una causa desesperada”, recuerdan Molinié y Jacques Galinier. No estaba dirigida a una Pachamama continentalizada, sino a divinidades locales, asociadas a tal o cual cima montañosa. Para obtener el precioso feto, “era necesario movilizar a las relaciones familiares” y, a menudo, esperar. Ahora, cuentan los dos antropólogos, los stands de los médicos tradicionales exhiben fetos a granel. “Se marcan las nuevas entregas y se las presenta, para más publicidad, rodeadas de cóndores disecados, que nunca tuvieron función alguna en las ofrendas rituales” (6).

Cualquiera sea la modalidad, la irrupción de la Pachamama en la realidad latinoamericana es ahora indiscutible. ¿Da cuenta, sin embargo, de la idea según la cual “el indígena” sería el “ecologista natural” que algunos han identificado? Sin duda alguna, teniendo en cuenta la declaración final de la II Cumbre Continental de los Pueblos y Naciones Indígenas (julio de 2004): “Nuestros antepasados, nuestros abuelos nos enseñaron a amar y a venerar a nuestra fecunda Pachamama, a vivir en armonía y en libertad con las especies naturales y espirituales que coexisten en su seno”.

“Rechazamos […] todo plan de prospección o de explotación de minerales y de hidrocarburos”, prosigue la declaración. Sin embargo Humberto Cholango, indio también él, declara en nombre de la Confederación de los Pueblos de la Nacionalidad Quechua del Ecuador (Ecuarunari), que la lucha de los indios para la reapropiación de la tierra, del agua o de los hidrocarburos “apunta a que los recursos naturales sean nacionalizados y que beneficien a millones de ecuatorianos; no únicamente a una camarilla de familias y de empresas transnacionales”.

La lucha de los indígenas por la posesión de la tierra –que ya tiene varios siglos en América Latina– ¿no sería pues necesariamente sinónimo de lucha por la madre Tierra? ¿Su defensa de los recursos naturales nacionales no es siempre equivalente a la de una Pachamama inmaculada?

Ecología y reformas sociales

A la hora de asumir, el 21 de enero de 2006, Morales agradeció a la Pachamama su victoria. Desde septiembre de 2008, la Constitución ecuatoriana estipula que “la naturaleza o Pachamama –allí donde la vida se realiza y se reproduce– tiene derecho al respeto por su existencia”. Pero tanto en Bolivia como en Ecuador, la celebración de la Pachamama coexiste con otras reivindicaciones. Sostenidas por poderosos movimientos populares –identificados o no como “indios”–, estas reivindicaciones participaron de la conducción al poder de dirigentes que prometían, entre otras cosas, nacionalizar los recursos naturales a fin de luchar contra la pobreza.

Ahora bien, la tarea no es simple y, a veces, parece más fácil “defender a los indios” haciendo suyo un discurso cosmogónico que atacando el modelo socioeconómico al que se oponen. En una alocución pronunciada el 20 de abril de 2010, el ministro de Asuntos Extranjeros boliviano –indio– David Choquehuanca, defendía la concepción indígena del mundo: “Lo más importante son los ríos, el aire, las montañas, las estrellas, las hormigas, las mariposas […] El hombre viene último”. Una semana más tarde, aceptaba la proposición del grupo Bolloré de explotar las reservas de litio de Bolivia (las más importantes del mundo), porque el industrial francés prometió (sin reírse) trabajar “en armonía con la Pachamama” (7).

Según Domínguez y Mariotti, la influencia de las ONG, por otra parte, puede conducir a los movimientos populares indios a absorber progresivamente una terminología concebida por la ecología dominante –a riesgo de reducir el alcance político y social de sus reivindicaciones–. Con lo cual, la “pachamamización” de los discursos progresa. Un fenómeno que no constituye, después de todo, sino el último avatar en una búsqueda del “buen salvaje” latinoamericano que ya tiene varios siglos.

En las naciones andinas, especialmente en Perú, la figura del “indígena” aparece en el siglo xix. Durante la independencia, algunas elites buscan un grupo social a partir del cual “construir” las nuevas naciones. Estos dirigentes políticos que casi siempre son blancos (o más raramente mestizos) rechazan a la vez a los europeos, de los cuales tratan de emanciparse, y a los indios, poseedores de la legitimidad territorial, pero de los cuales nadie desea realmente poner en duda el estatus de dominados despreciables.

Remontarse a las civilizaciones precolombinas permite a los fundadores de las nuevas repúblicas no cambiar nada del orden social pero identificar al mismo tiempo una autoctonía ideal, caracterizada por la sabiduría y la armonía. Pronto, “no hablan [más] de indios, seres reales así llamados con desprecio, sino de ‘indígenas’, término desociologizado, purificado de su contenido peyorativo”, explican Molinié y Galinier, que concluyen: “Entre la palabra ‘indio’ y la palabra ‘indígena’ hay toda la distancia que separa la realidad de la ficción” (8).

La referencia fundante de esas comunidades ideales justificó a veces el mantenimiento de un sistema profundamente desigualitario en el momento de la fundación de las repúblicas. Con los socialistas del siglo xx esa referencia se transforma en proyecto político que apunta a un cambio radical. En Perú, en los años 30, el sociólogo Hildebrando Castro Poza estima que la comunidad indígena tradicional abre “la vía del progreso económico y de la justicia social para el Perú socialista de mañana” (9). Sin embargo ¿acaso los incas no vivían bajo la férula de una de las aristocracias más rígidas, que impuso los trabajos forzados?

A partir de principios de los años 80, cierto tipo de indigenismo se vio favorecido por el apoyo de instituciones financieras internacionales (IFI). En plena crisis de la deuda –y cuando la mayoría de las guerrillas marxistas de la región fueron exterminadas– las IFI condicionan su ayuda a la defensa de los derechos culturales de las minorías, asociados al reconocimiento de su identidad. Entre 1990 y 2000, más de una docena de Estados latinoamericanos se declaran multiétnicos y pluriculturales y acuerdan derechos particulares –no sociales– a los indios. Estas políticas participaron del debilitamiento de los Estados nacionales en el “patio trasero” de Estados Unidos, que poco a poco se deshacía de las dictaduras, sin poner trabas, no obstante, a la adopción de políticas neoliberales.

El indigenismo, que se reinventa regularmente en función de las necesidades del momento, se caracteriza por una paradoja, que el socialista peruano Alberto Flores Galindo señalaba en 1986: “En los Andes, el imaginario colectivo terminó por situar la sociedad ideal –el paradigma de toda sociedad posible y la alternativa para el futuro– en la etapa anterior a la llegada de los europeos”. Sin embargo, continúa Galindo, aunque ella hubiera existido, la “sabiduría ancestral” de las poblaciones indígenas no habría sido menos perturbada por el advenimiento del capitalismo, el cual procedió “al desarraigo y la destrucción de las sociedades rurales” y “del mundo tradicional (10)”.

Por su parte, la declaración final de Cochabamba –que critica duramente el modelo capitalista– sugiere que para poner un fin a la “destrucción del planeta”, el mundo debe no sólo “redescubrir y volver a aprender los principios ancestrales y los modos de obrar de los pueblos indígenas”, sino “reconocer la madre Tierra como a un ser vivo” y acordarle “derechos” propios. Una idea que suscitó la atención de una parte del movimiento antiglobalista.

Sensible a la urgencia de la crisis ecológica, el geógrafo David Harvey rechaza toda dicotomía entre sociedad humana y naturaleza. “Los seres humanos, como cualquier otro organismo –explica– son sujetos activos que transforman la naturaleza según sus propias leyes”: la sociedad humana produce pues a la naturaleza de la misma manera que esta última determina a la humanidad. Pensar la transformación de tal o cual ecosistema implicaría, pues, no tanto defender los derechos de una hipotética “madre Tierra” como modificar “las formas de organización social que la han producido” (11).

Notas:
1 Realidad económica, Nº 256, Buenos Aires, julio de 2006.
2 The Way: An Ecological World View, University of Georgia Press, Athens (Georgia), 1998, (primera edición: 1992).
3 Entrevista con el autor.
4 “L’eau de la Pachamama”, pronto a aparecer en L’Homme, París.
5 Indigenous Mestizos: The Politics of Race and Culture in Cuzco, Peru, 1919-1991, Duke University Press, Durham, 2000.
6 Jacques Galinier y Antoinette Molinié, Les néo-Indiens. Une religion du III e millénaire, Odile Jacob, París, 2006.
7 Associated Press, 28-4-10.
8 Les néo-Indiens, op. cit.
9 Del ayllu al cooperativismo socialista, Biblioteca Peruana, Lima, 1936.
10 Buscando un inca, Editorial Horizonte, Lima, 1994.
11 “The nature of environment: the dialectics of social and environmental change”, The Socialist Register, Londres, 1993.

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