Sean O'Grady
The Independent
¿Podría hundirse la moneda de Europa? Y si fuera así, ¿qué ocurriría? Sean O’Grady imagina un futuro en el que los Estados miembros vuelven la vista atrás.
Berlín, 29 de septiembre de 2013. Angela Merkel vuelve a ser elegida canciller con una victoria aplastante y sin precedentes. “La mujer que salvó a Alemania” brilla ante una multitud de seguidores, en la Puerta de Brandenburgo. Tras unas palabras de agradecimiento y con un gesto excepcionalmente extravagante, la canciller Merkel se saca del bolsillo de la chaqueta un billete de 100 nuevos marcos. Lo muestra a la multitud agitándolo. La gente grita para expresar su aprobación. Todos entienden el mensaje. Su pesadilla del euro ha terminado. En realidad había acabado hacía ya dos años.
Los sucesos del 16 de septiembre de 2011, “el día de la muerte del euro”, difícilmente podrían haber tenido un inicio menos dramático. Porque el golpe final a la credibilidad del euro no fue producto de otro día de agitación ni de otra gran cumbre, sino que lo asestó un grupo de jueces del Tribunal Constitucional Alemán en Karlsruhe.
En una sala de conferencias sin ventilación y decorada únicamente con una bandera alemana, tres juristas alemanes de mediana edad ejecutaron a la moneda única europea con tanta indiferencia como si se les hubiera pedido la revocación de una nueva ley sobre perros peligrosos. Era “inconstitucional” para el gobierno alemán seguir financiando al resto de Europa: “La monetización de los instrumentos de deuda extraterritoriales infringe la Ley Fundamental de la República Federal”. El euro había acabado.
Bancos cerrados y cajeros vacíos
El tribunal pronunció el veredicto a las once y once de la mañana. A mediodía, casi todos los bancos de la eurozona habían cerrado sus puertas. Los cajeros se quedaron rápidamente sin billetes, pues los clientes querían tener en sus manos los ahorros de toda una vida. Como el propietario de una casa incapaz de mantenerse al día en los pagos, las juntas directivas de los bancos simplemente entregaron sus llaves a los tesoros nacionales. De nuevo, era problema del gobierno. Pero esta vez, los gobiernos también se habían quedado sin dinero.
En todo el continente, se detuvo el gran engranaje monetario internacional. El mecanismo habitual de pagos para liquidar deudas y transacciones de tarjetas de crédito, débitos directos, domiciliaciones y cheques empezó a fallar cuando los bancos se negaron a cumplir con los pagos de sus clientes. Al igual que el sistema de alcantarillado bajo sus hogares, los europeos habían dado por sentado durante décadas el buen estado de los bancos. Y cuando éstos se bloquearon, empezó a emanar un hedor infernal.
Los mercados de valores de París, Frankfurt y Londres y luego en todo el mundo, registraron sus peores caídas desde la década de los años treinta. Se daba por segura otra profunda depresión económica. El apuro por vender euros que se vio en las semanas anteriores se convirtió en pánico generalizado. Incluso aquellos que no poseían conocimientos financieros cayeron en la cuenta de que el viejo euro no valía nada, porque su valor era indeterminado. Algo se rescataría, cuando el euro se volviera a convertir a las monedas nacionales nuevamente reconstituidas. Pero para muchos ahorradores de la UE y acreedores de deudas del gobierno irlandés, griego, español e italiano y de bonos bancarios, era imposible estimar cuánto. Lo que sí sabían es que sería menos.
Una muerte anunciada
La primera ventana que se echó abajo esta vez fue en Madrid, minutos después de que la gente saqueara la sede del ministerio de Economía. La policía antidisturbios y el ejército al principio no sabían qué hacer, pero cuando la gente puso flores en los cañones de los rifles, se pusieron del lado de la muchedumbre. Después de todo, las familias de los militares y los policías ya habían sufrido con las medidas de austeridad fallidas de los últimos años. El Estado español se tambaleaba. El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero prometió hacer “lo que fuera necesario” para mantener la unidad de España, a pesar de los disturbios civiles por toda Cataluña.
Al ministro de Exteriores irlandés, Gerry Adams, en misión de “solidaridad” en Barcelona, se le veía incómodo cuando le hacían fotos dentro de un banco asolado, mientras se escuchaba la explosión de una bomba en algún lugar de fuera. Los catalanes, de manera unilateral, declararon su independencia. Para la hora del té, los primeros ministros de Estonia y Portugal ya habían dimitido. La calificación crediticia de Grecia se había desplomado por debajo de la de Malawi.
Pero toda esta situación no pilló a los políticos de Europa totalmente desprevenidos. Desde la primera crisis de la deuda soberana en Grecia, en mayo de 2010, habían comenzado a “pensar en lo impensable”. Tras los rescates sucesivos de Irlanda en noviembre de 2011, de Portugal en diciembre y de España en enero de 2012, el fondo de rescate de la UE se quedó sin un céntimo cuando Silvio Berlusconi pidió más. Bélgica fue la primera nación a la que se le negó ayuda, aunque con la excusa de que, al fin y al cabo, tampoco tenía un gobierno permanente y era posible que dejara de ser una nación en breve. Al igual que los catalanes, los separatistas flamencos aprovecharon esta oportunidad.
El nuevo euro, una curiosidad financiera
Ahora, los líderes de la UE aplicaban su “Plan B”. La canciller Merkel había insistido en hacerlo, porque “la paciencia de Alemania se había agotado”. Primero, el "nuevo euro" sustituyó automáticamente al antiguo y esta nueva moneda tendría un valor sólo del 80 por ciento con respecto a la anterior. Todas las deudas y los ahorros se ajustarían en consecuencia y sus valores se rebajarían drásticamente.
Pero aquí no acabó el dolor para los que se encontraban en las economías más débiles. Porque el nuevo euro era simplemente un puente hacia la rehabilitación de las antiguas monedas nacionales. De hecho, el nuevo euro era sencillamente una “unidad de contabilidad”, una cesta de monedas nacionales que se rehabilitarían al completo, pero que por ahora se mantenían bloqueadas en el nuevo euro con un valor fijo, aunque en muchos casos era un valor bastante bajo que se volvería a devaluar en breve.
Cuando se restablecieron estas nuevas monedas nacionales el 1 de enero de 2012, el nuevo euro se intercambiaba libremente por los nuevos dracmas, las nuevas libras irlandesas, los nuevos escudos, los nuevos francos belgas, las nuevas pesetas, etc. El problema era que los ciudadanos de estos países vieron que con el fajo de billetes que tenían compraban incluso menos que con los nuevos euros y que con los euros originales antes de éstos. En algunos casos, habían perdido el 50 por ciento o más de su poder adquisitivo.
Eslovenia, Eslovaquia, Malta y la parte de Chipre que no estaba ocupada por Turquía fueron los únicos territorios que quedaban en 2013 en los que aún circulaba el nuevo euro, una curiosidad financiera, más que una divisa de reserva global.
La moneda única desapareció sin más
Aún así, en Alemania, Finlandia, Austria, Países Bajos y alguna que otra nación, se invirtió el empobrecimiento. De repente, los consumidores se encontraron en una situación mejor cuando fueron a gastar sus nuevos marcos, marcos finlandeses, schillings y guilders. El “Franc Fort 2” de Francia intentó mantener su valor contra el nuevo marco, con resultados contradictorios.
En “mi última conferencia de prensa” en mayo de 2012, un agotado presidente Sarkozy tachó a los especuladores de la moneda y a los periodistas de “pedófilos idiotas” y añadió “caballeros, ya no tendrán a Sarko para meterse con él”. Perdió la presidencia frente a Dominique Strauss-Kahn, el antiguo director del FMI, que volvió a su Francia natal para conquistar el Elíseo. El lema de DSK fue: “Nunca creí en el euro”.
En Gran Bretaña, la agonía del euro se observó desde un espléndido aislamiento. Los políticos responsables de haber mantenido la libra fuera de esta situación recibieron los agradecimientos con retraso. Una débil Margaret Thatcher, en silla de ruedas y empujada por su hija Carol, salía de su casa de Belgravia para aceptar las gracias de un pequeño grupo de euroescépticos. ¿Acaso no había avisado de que el euro no sólo era perjudicial económicamente para Gran Bretaña, sino para todos en Europa?
Poco después del lanzamiento del euro en 1999, un operador de divisas desconocido en Londres la había calificado de “moneda de inodoro”. En algo más de una década, se tiró de la cadena y desapareció. La noticia apenas ocupó las portadas de Delhi y Pekín.
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