Josep Fontana
Público
Mientras Estados Unidos da por acabada su actuación en Irak, se ha agudizado el debate acerca de las víctimas causadas por estos años de guerra. La estimación más citada es la de una organización llamada Iraq Body Count (IBC) que, sumando los datos que aparecen en la prensa iraquí en lengua inglesa, ha ido publicando cálculos que llegan actualmente a unos 100.000 (más exactamente, a una cifra entre 98.691 y 107.708). Como en los documentos publicados por WikiLeaks en octubre pasado aparecían unos 15.000 muertos que no figuraban en la base de datos de IBC, se dijo que la organización aceptaba redondear a 150.000; pero, como puede ver cualquiera que consulte su web, sigue manteniendo en la actualidad su estimación de 100.000. Dado que el procedimiento adoptado por IBC no es muy fiable, parece claro que la única razón de que se le otorgue tanto crédito es que permite minimizar el problema.
Porque hay otro procedimiento más serio de hacer estas cuentas, que es el que emplean los epidemiólogos, interrogando a las familias que habitan en una amplia muestra de hogares. Este es el que siguió un equipo de la Bloomberg School of Public Health de la Universidad Johns Hopkins, colaborando con la Universidad Al-Mustansiriya de Bagdad. El resultado, que se publicó en la revista médica The Lancet, concluía que entre marzo de 2003 y julio de 2006 había habido en Irak 654.965 muertes “de más” (esto es, que no se hubieran producido de no haber ocurrido la guerra), de las que un 91,8% habían sido violentas. La investigación se basaba en un método que estos epidemiólogos habían aplicado también al Congo y a Darfur, cuyos resultados fueron generalmente aceptados. No ocurrió lo mismo con los referidos a Irak, que fueron recibidos con una oleada de críticas que van desde el desprecio del presidente Bush a una serie de objeciones de técnica estadística.
Un año más tarde, Opinion Research Business, una empresa británica de encuestas sin ninguna connotación política, realizó una investigación semejante que, tras una segunda etapa de entrevistas adicionales, le permitió publicar en enero de 2008 una estimación de 1.033.000 muertos. En esta ocasión las cifras no fueron criticadas, sino simplemente silenciadas.
Uno de los problemas que se presentan para aceptar las estimaciones de IBC es que no concuerdan con el número de viudas que hay en Irak. Si, según The New England Journal of Medicine, el número de los varones muertos, una vez descontados las mujeres y los niños, es de unos 56.000, ¿cómo explicarse que haya 744.000 viudas? La solución que se ha encontrado consiste en suponer que la mayoría serían esposas de soldados muertos en la guerra contra Irán de los años ochenta. Lo cual resulta improbable, puesto que la situación de estas mujeres, de las que sólo unas 120.000 reciben una magra ayuda del Gobierno, es dramática, abocadas como están a la mendicidad o, como sabemos que sucede también en Afganistán, al suicidio. ¿De verdad se puede creer que tengan una supervivencia de 25 a 30 años tras haber enviudado? Pero es que aceptar que un número considerable de ellas lo sean desde 2003 obliga a elevar la cifra de los soldados muertos. Según los cálculos del MIT Center for International Studies, si la mitad de estas mujeres han enviudado en la guerra actual, el cálculo de los varones muertos se elevaría a más de 555.000, a los que habría que añadir las mujeres y los niños fallecidos como consecuencia de las privaciones o de la violencia directa.
Y ya que hemos hablado de privaciones, bueno será recordar que antes de 2003 Irak sufrió ya 12 años de sanciones en lo que H. C. von Sponeck, coordinador humanitario de Naciones Unidas en Irak, ha calificado como “una forma de guerra diferente”. Interpretando de un modo restrictivo la prohibición de comprar materiales que pudieran ser utilizados para la guerra, se impidió a los iraquíes adquirir ambulancias y medicamentos o reparar los sistemas de depuración del agua, con unas consecuencias gravísimas para la salud y la vida de sus habitantes y en especial de los niños, que se vieron privados de vacunas contra la hepatitis infantil, el tétano y la difteria, con el argumento de que contenían cultivos vivos que podían usarse para desarrollar armas bacteriológicas. Según una estimación que UNICEF publicó en 1999, las sanciones fueron responsables de que, desde el fin de la primera guerra del Golfo, hubiese cada mes 5.000 muertes de niños de edad inferior a los cinco años que hubieran podido evitarse con una atención médica adecuada. La tasa de mortalidad infantil, que en 1990 era en Irak del 50 por mil, llegó en 1998 a 125 por mil, más del doble. El profesor Richard Garfield, de la Universidad de Columbia, calculó que las sanciones habían causado tal vez medio millón de muertes.
Ante una realidad semejante, ¿cómo se puede aceptar que se siga manteniendo la ficción de los cien mil muertos? Si a unas cifras más realistas le añadimos el aspecto cualitativo que nos da la documentación recientemente publicada –que nos habla de torturas practicadas con la plena tolerancia de Estados Unidos, cuando no con su colaboración–, tendríamos que llegar a la conclusión de que lo que ha habido en Irak no ha sido una guerra, sino una de las peores matanzas de la historia: un genocidio cuyos responsables deberían ser llevados ante los tribunales.
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