Soledad Gallego-Díaz
El País
Si de algo podemos dar testimonio los periodistas es de cómo a lo largo de los últimos años la información, las noticias, nuestro trabajo, se ha ido haciendo cada día más difícil debido a la opacidad, la falta de transparencia, el gusto por el secretismo y la creciente capacidad de manipulación de los datos exhibida por organismos oficiales y entidades privadas. En algunos países se ha intentado poner freno a ese tsunami a través de leyes que obligaran a los organismos oficiales a difundir parte de la información de que disponen o que manejan, las llamadas Freedom Information Acts (inexistente todavía en España). Aun así, millones de documentos han quedado fuera de esas leyes al aplicárseles, muchas veces de manera rutinaria y poco razonada, la categoría de "clasificados" o de "secretos".
La aparición de Wikileaks ha venido a cambiar radicalmente ese panorama. Creada en 2006 y presidida por el australiano Julian Assange, tiene por objetivo proporcionar a los ciudadanos noticias e informaciones importantes que consigue gracias a filtraciones a las que, mediante un imponente esfuerzo tecnológico, ofrece total anonimato. Personas que tienen acceso a informaciones que consideran de relevante interés público pueden ahora depositarlas en una "caja electrónica" que garantiza una total protección de la fuente. Pero Wikileaks no se limita a recoger esa información y lanzarla después a la web, sino que la somete a un serio escrutinio para verificar su autenticidad y, posteriormente, a la investigación de periodistas que trabajan de acuerdo con principios profesionales y éticos y que se encargan de su comprobación y análisis, facilitando la comprensión y el contexto de todo ese material inicial. Los responsables de Wikileaks y los periodistas que acceden a esas informaciones están comprometidos profesional y voluntariamente a eliminar o posponer detalles que puedan poner en peligro la vida de personas o la integridad de las fuentes.
La primera gran filtración de Wikileaks fue el vídeo que demostró cómo soldados norteamericanos mataron a un fotógrafo de Reuters, a su ayudante y a nueve personas más, sin que en ningún momento ninguno de ellos hubiera hecho el menor gesto que pudiera ser interpretado como una amenaza por la tripulación del helicóptero agresor. La agencia Reuters había pedido reiteradamente ese vídeo, sin que las autoridades competentes hubieran aceptado la obligación de proporcionarlo.
Poco después, el 25 de junio de este año 2010, los diarios The New York Times, The Guardian y Der Spiegel difundieron un conjunto de informaciones relacionadas con 92.000 documentos sobre la guerra de Afganistán facilitados por Wikileaks, y el 22 de octubre se hicieron públicos casi 400.000 documentos del Departamento de Defensa de Estados Unidos relacionados con la guerra de Irak, entre el 1 de enero de 2004 y el 31 de diciembre de 2009. Por primera vez, se constató que las autoridades norteamericanas conocían el uso sistemático de la tortura, que las víctimas en Irak se cifraban oficialmente en 109.032 muertos y que el 63% eran civiles.
La principal acusación que se formula siempre contra periodistas y medios que publican documentos clasificados como secretos por los Gobiernos de países democráticos es que se pone en peligro la vida de personas, o la propia seguridad del Estado. Fue la misma acusación que se formuló contra el New York Times o The Washington Post cuando publicaron, en 1973, los famosos Papeles del Pentágono, el exhaustivo análisis encargado por el propio secretario de Defensa Robert McNamara sobre la implicación de Estados Unidos en el conflicto de Indochina.
En aquella ocasión, el Tribunal Supremo norteamericano emitió una sentencia histórica, apoyando el derecho de publicación y afirmando que era la Administración la que debía demostrar en cada caso y en cada artículo que existía realmente ese riesgo. "Todo sistema de censura previa del que conozca este tribunal tiene una fuerte presunción de estar viciado de inconstitucionalidad", afirmaba el TS. Ninguna de aquellas informaciones publicadas por el NYT o por el WP puso nunca en peligro la vida de personas, ni la seguridad nacional de un Estado democrático. En aquel caso, como en los suscitados ahora por las filtraciones de Wikileaks, ocurrió exactamente lo contrario. La información ayudó a salvar vidas inocentes y a mejorar la salud de las democracias fortaleciendo su transparencia y su responsabilidad.
"La publicación [de estas informaciones] mejora la transparencia, y esa transparencia crea una mejor sociedad para todo el mundo. Una mejor vigilancia permite reducir la corrupción y hacer más fuertes a todas las instituciones de la sociedad, incluidos los Gobiernos, corporaciones y todo tipo de organizaciones. Unos medios periodísticos vibrantes, sanos e inquisitivos desempeñan un papel vital en alcanzar esos objetivos. Somos parte de esos media", asegura la carta de presentación de Wikileaks. Quienes participamos ahora de esta historia compartimos la creencia de que los medios de información responsables deben intentar no solo responder a las preguntas que se hacen los ciudadanos, sino, sobre todo, ayudarles a formular las preguntas correctas, esenciales precisamente para su comportamiento cívico. La primera de esas preguntas es siempre: "¿Quién decide por mí? ¿Cómo ha llegado a esta decisión? ¿Qué datos maneja y que objetivos persigue en mi nombre?". La nueva filtración de Wikileaks supone un gran avance en ese aprendizaje.
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