Andrew Bacevich
Tom Dispatch
En enero de 1863, la orden del presidente Abraham Lincoln a un general recién nombrado fue de una simpleza ejemplar: “danos victorias”. La orden tácita del presidente Barack Obama a sus generales viene a ser: dadnos condiciones que permitan una retirada digna. Una cita concisa en el nuevo libro de Bob Woodward captura la esencia de una Doctrina Obama emergente: “dejadlo de lado y marchaos”.
Meterse en una guerra es generalmente algo fácil. Salirse tiende a ser algo completamente distinto, especialmente cuando el comandante en jefe y sus comandantes en el terreno no están de acuerdo en la conveniencia de hacerlo.
Feliz aniversario, EE.UU. Hace nueve años –el 7 de octubre de 2001– una serie de ataques aéreos de EE.UU. contra objetivos en todo Afganistán lanzaron la campaña de lo que desde entonces se ha convertido en la guerra más prolongada de la nación. Tres mil doscientos ochenta y cinco días después la lucha por determinar el futuro de Afganistán continúa. Por lo menos en parte, la “Operación Libertad Duradera” ha justificado su nombre: ciertamente ha demostrado que es duradera.
Mientras el conflicto conocido previamente como la Guerra Global contra el Terror inicia su décimo año, los estadounidenses tienen derecho a plantear la pregunta: ¿Cuándo, dónde y cómo terminará la guerra? A secas, ¿hemos llegado casi a ese punto?
Por cierto, con el paso del tiempo, se ha hecho cada vez más difícil discernir “ese punto”. Resultó que Bagdad no era Berlín y es seguro que Kandahar no es Tokio. No esperes que CNN transmita en el futuro previsible una ceremonia de rendición.
Lo que sabemos es que se inició una aventura en Afganistán, pero poco después se concentró en Iraq, y ahora ha vuelto –de nuevo– a Afganistán. Nadie sabe si las oscilaciones de este péndulo significan un progreso hacia algún objetivo final.
Los estadounidenses empleaban otrora alfileres y mapas para medir el progreso en tiempos de guerra. Trazar el conflicto provocado por el 11-S mejorará sin duda vuestro conocimiento de la geografía del mundo, pero no os dirá nada sobre la orientación de la guerra. ¿Dónde, entonces, nos dejan nueve años de combate? Escarmentados, pero no necesariamente esclarecidos.
Hace sólo una década, la ya olvidada campaña de Kosovo pareció representar un patrón para un nuevo modo estadounidense de hacer la guerra. Fue una campaña lograda sin sufrir una sola víctima fatal estadounidense. Resultó, sin embargo, que Kosovo fue un evento único. Sin duda las fuerzas armadas de EE.UU. eran entonces (y siguen siendo actualmente) invencibles en términos tradicionales. Sin embargo, después del 11-S, Washington lanzó a esas fuerzas armadas a una misión en la que manifiestamente no pueden vencer.
En lugar de estudiar las implicaciones de ese hecho –basarse en la fuerza de las armas para eliminar el terrorismo es una empresa descabellada– dos gobiernos han prolongado obstinadamente la guerra, incluso mientras reducían silenciosamente las expectativas de lo que podría lograr.
Al terminar oficialmente el rol de combate en Iraq durante este año –un día feliz como el que más– el presidente Obama se abstuvo de proclamar “misión cumplida”. Más vale que no lo haya hecho: mientras las tropas estadounidenses parten de Iraq, los insurgentes se mantienen activos y en el terreno. En lugar de cantar victoria, el presidente simplemente instó a los estadounidenses a dar vuelta a la hoja. Con notable alacridad, parece que la mayoría de nosotros hemos accedido.
Tal vez sea más sorprendente que los actuales dirigentes militares hayan abandonado la noción de que la victoria en las batallas gana las guerras, que fue otrora el fundamento de su profesión. Los guerreros de otra época insistían en que “No hay sustituto para la victoria”. Los guerreros en la era de David Petraeus adoptan una consigna completamente diferente: “No hay una solución militar”.
El general de brigada H.R. McMaster, una de las estrellas ascendentes del ejército, resume lo último en pensamiento militar avanzado: “Sólo el combate y la victoria en una serie de batallas interconectadas en una campaña bien desarrollada no asegura automáticamente el logro de objetivos de guerra.” La victoria como tal está pasada de moda. Ahora se persevera.
De modo que un cuerpo de oficiales que antes trataba sobre todo evitar guerras prolongadas, ahora se especializa en lodazales. Las campañas no terminan realmente. En el mejor de los casos, se agotan. Entrenados en el pasado para matar gente y romper cosas, los soldados estadounidenses prestan atención ahora a la conquista de corazones y mentes, mientras actúan además como asesinos. El término políticamente correcto para esto es “contrainsurgencia”.
Ahora, asignar a soldados de combate la tarea de construir una nación en, digamos, Mesopotamia equivale a contratar a un equipo de leñadores para que construyan una casa en un suburbio. Lo que sorprende no es que el resultado no sea perfecto, sino que se cumpla alguna parte de la tarea.
Sin embargo, al adoptar simultáneamente la práctica de “asesinatos selectivos”, los constructores tienen la doble tarea de destruir casas. Para los asesinos estadounidenses, el arma preferida no es el fusil del francotirador o la navaja, sino aviones no tripulados armados de misiles controlados desde bases en Nevada o en otros sitios a miles de kilómetros del campo de batalla: la expresión máxima de un deseo estadounidense de librar la guerra sin ensuciarse las manos.
En la práctica, sin embargo, el asesinato de los culpables desde lejos también implica frecuentemente el asesinato de inocentes. De modo que acciones emprendidas para mermar las filas de los yihadistas en lugares tan lejanos como Pakistán, Yemen, y Somalia, aseguran sin quererlo el reclutamiento de reemplazos, garantizando un suministro interminable de corazones endurecidos.
No es sorprendente que las campañas lanzadas desde el 11-S sean interminables. El propio general Petraeus ha explicado las implicaciones: “Es el tipo de combate en el que estaremos durante el resto de nuestras vidas y probablemente durante las vidas de nuestros hijos”. Obama podrá querer “irse”. Sus generales se inclinan por seguir adelante.
El que tardemos más en lograr menos de lo que nos propusimos también cuesta mucho más de lo que alguien haya podido imaginar. En 2003, el asesor económico de la Casa Blanca, Lawrence Lindsey, sugirió que la invasión de Iraq podría costar hasta 200.000 millones de dólares –una suma aparentemente astronómica-. Aunque Lindsey se vio pronto sin trabajo como resultado, resultó que era cicatero. La cuenta de nuestras guerras después del 11-S ya excede un billón (millón de millones) de dólares, todo agregado a nuestra deuda nacional que crece desenfrenadamente. Con la ayuda considerable de las políticas de guerra de Obama, la cuenta sigue aumentando.
¿Hemos llegado al fin? Ni siquiera. La verdad es que estamos perdidos en el desierto, tambaleándonos por un camino sin marcas, con el cuentakilómetros roto, el GPS arruinado, y con el medidor de gasolina que muestra que el tanque está casi vacío. Washington sólo puede esperar que el pueblo estadounidense, dormido en el asiento trasero, no se dé cuenta.
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