quarta-feira, 7 de julho de 2010

América del Sur: Nuevos conflictos, viejos actores



Raúl Zibechi
La Jornada

La región sudamericana está siendo atravesada por una nueva generación de conflictos sociales en torno a la defensa de los bienes comunes ante la renovada agresividad de las multinacionales de la minería, los hidrocarburos y el agronegocio. Los más diversos movimientos, en todos los países, han protagonizado enfrentamientos con gobiernos de signos distintos: la resistencia de los indígenas amazónicos frente al gobierno derechista de Alan García en Perú, que tuvo su punto más dramático en la masacre de Bagua un año atrás, ha sido hasta el momento el caso más resonante.

La guerra colombiana está focalizada, como han denunciado las organizaciones indígenas del Cauca, justamente en las regiones donde las multinacionales esperan conseguir jugosas ganancias. En ese sentido, el Plan Colombia es funcional al capital en un periodo signado por la acumulación por desposesión.

Lo que más sorprende es que en países gobernados por fuerzas progresistas y de izquierda está creciendo también un potente conflicto entre movimientos indígenas y campesinos que rechazan que se explote los recursos naturales sin siquiera consultarlos. En Brasil se está produciendo en los últimos meses un debate sobre la construcción de la represa hidroeléctrica de Belo Monte, que es resistida por un amplio arco de movimientos porque inundará tierras indígenas. Lula calificó de “gringos” a los que se oponen al proyecto, adjetivo que incluye al Movimiento Sin Tierra, entre muchos otros.

Días atrás, Evo Morales dijo: “Intereses foráneos plantean consignas como Amazonia sin petróleo”, en referencia al rechazo que provocan emprendimientos de ese tipo entre muchas organizaciones sociales. La Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia, que agrupa a 34 naciones del oriente, realizó una marcha a La Paz exigiendo que se respete el derecho de consulta cuando se pretende explotar recursos naturales en sus territorios.

La Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) realizó el 25 de junio manifestaciones contra la décima cumbre de la Alba, en Otavalo, denunciando el “falso socialismo” del gobierno de Rafael Correa, con el que mantienen una fuerte disputa por el derecho al agua a raíz de las concesiones a las empresas mineras. Correa dijo que las manifestaciones forman parte de la manipulación de “gringuitos que ahora vienen en forma de grupitos en ONG”.

La presidenta argentina, Cristina Fernández, se reunió en Canadá durante la cumbre del G-20 con empresarios canadienses para invitarlos a invertir en sus proyectos mineros e hidrocarburíferos en Argentina. Entre ellos figuraban miembros de Barrick Gold, empresa que es resistida por un centenar de asambleas ciudadanas que enfrentan las explotaciones mineras en los Andes.

La lista de este tipo de conflictos podría estirarse. Sin embargo, no todos ellos pueden abordarse desde el mismo lugar. Es cierto que existen organismos internacionales y ONG que trabajan para desestabilizar gobiernos críticos hacia la política de Washington. La reciente denuncia de que la agencia de cooperación estadunidense (USAID) dispone de 100 millones de dólares para penetrar organizaciones sociales bolivianas revela la diversidad de caminos que está utilizando el Pentágono para conseguir sus objetivos.

Resulta abusivo incluir en ese mismo paquete a la Conaie, al MST o a cualquier movimiento por el simple hecho de que rechace el modelo hegemónico. Debe abrirse un debate en profundidad sobre los modelos de desarrollo, el papel que le cabe a los estados y a los pueblos en la formulación de proyectos que los afectan. No alcanza con que un Estado se declare como “plurinacional” o como parte del “socialismo del siglo XXI” para dar por zanjada la cuestión. No hay un extractivismo bueno y otro malo, definido según quién ocupe el sillón presidencial. Eludir este debate incentiva la despolitización.

Desde el lado de quienes defienden los monocultivos, la minería y la explotación de los hidrocarburos pueden aportarse argumentos valiosos para evitar disparates como atribuir las críticas a “intereses foráneos”. Podrían plantear, por ejemplo, que esos emprendimientos aseguran ingresos importantes a las finanzas estatales para poder cumplir sus obligaciones, entre las que destacan el pago mensual de salarios y beneficios sociales para los más pobres. En segundo lugar, podrían argumentar que cierto nivel de extractivismo es un “mal necesario” para amasar los excedentes que permitan dar un salto industrialista.

Ambos argumentos podrían contribuir a elevar el nivel del debate, porque apuntan a problemas reales y concretos que nadie puede desconocer. Sería necesario explicar cómo se pasa del modelo actual, necesariamente excluyente además de contaminante, a otro que genere distribución de renta. Porque el extractivismo es intrínsecamente concentrador de la riqueza: requiere muy poca mano de obra y exporta commodities, de modo que no hay trabajadores en ninguna de las dos puntas de la cadena, ni en la producción ni en el consumo. Por eso el modelo actual es inseparable de las políticas sociales compensatorias, que generan dependencia y pasividad entre sus beneficiarios.

La tentación de atacar a quienes se movilizan contra el modelo y de acusarlos de enemigos es repetir una película que ya hemos visto. Sostener que la acumulación por desposesión no puede existir desde el momento en que son los estados los que se apropian de la mayor parte de los excedentes y no el capital privado, es reditar los viejos debates que tanto daño hicieron al socialismo en la Unión Soviética. Confundir capitalismo de Estado con socialismo, o socialismo con poder “para” el pueblo, es tanto como olvidar un siglo de luchas revolucionarias.

No existe un modelo de sociedad socialista, o como quiera denominarse, ya pronto para ser implementado. Sea lo que sea, esa sociedad gira en torno a quienes toman las decisiones. Lo grave es creer que se puede construir un mundo diferente sin contar con los movimientos y sin conflictos.

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