quinta-feira, 13 de agosto de 2009

África


José Saramago

En África, dijo alguien, los muertos son negros y las armas son blancas. Sería difícil encontrar una síntesis más perfecta de la sucesión de desastres que fue y sigue siendo, desde hace siglos, la existencia en el continente africano. El lugar del mundo donde se cree que la humanidad nació no era ciertamente el paraíso terrenal cuando los primeros “descubridores” europeos desembarcaron (al contrario de lo que dice el mito bíblico, Adán no fue expulsado del edén, simplemente nunca entró en él), pero con la llegada del hombre blanco se abrieron de par en par, para los negros, las puertas del infierno.

Esas puertas siguen implacablemente abiertas, generaciones y generaciones de africanos han sido lanzadas a la hoguera ante la apenas disimulada indiferencia o la impúdica complicidad de la opinión pública mundial. Un millón de negros muertos por la guerra, por el hambre o por enfermedades que podrían haber sido curadas, pesará siempre menos en la balanza de cualquier país dominador y ocupará menos espacio en los noticiarios que las quince víctimas de un serial killer. Sabemos que el horror, en todas sus manifestaciones, las más crueles, las más atroces e infames, barre y asola todos los días, como una maldición, nuestro desgraciado planeta, pero África parece haberse convertido en su espacio preferido, en su laboratorio experimental, el lugar donde el horror se siente más a sus anchas para cometer ofensas que creíamos inconcebibles, como si los pueblos africanos hubiesen sido señalados al nacer con un destino de cobayas, sobre las que, por definición, todas las violencias serían permitidas, todas las torturas justificadas, todos los crímenes absueltos.

Contra lo que ingenuamente muchos se obstinan en creer, no habrá un tribunal de Dios o de la Historia para juzgar las atrocidades cometidas por hombres sobre otros hombres. El futuro, siempre tan disponible para decretar esa modalidad de amnistía general que es el olvido disfrazado de perdón, también es hábil en homologar, tácita o explícitamente, cuando tal convenga a los nuevos arreglos económicos, militares o políticos, la impunidad de por vida a los autores directos e indirectos de las más monstruosas acciones contra la carne y el espíritu.

Es un error entregarle al futuro el encargo de juzgar a los responsables del sufrimiento de las víctimas de ahora, porque ese futuro no dejará de hacer también sus víctimas e igualmente no resistirá la tentación de posponer para otro futuro aun más lejano el mirífico momento de la justicia universal en que muchos de nosotros fingimos creer como la manera más fácil, y también la más hipócrita, de eludir responsabilidades que solo a nosotros nos caben, a este presente que somos. Se puede comprender que alguien se disculpe alegando: “No lo sabia”, pero es inaceptable que digamos: “Prefiero no saberlo”.

El funcionamiento del mundo dejó de ser el completo misterio que fue, las palancas del mal se encuentran a la vista de todos, para las manos que las manejan ya no hay guantes suficientes que les oculten las manchas de sangre. Debería por tanto ser fácil para cualquiera una elección entre el lado de la verdad y el lado de la mentira, entre el respeto humano y el desprecio por el otro, entre los que están por la vida y los que están contra ella.

Desgraciadamente las cosas no siempre suceden así. El egoísmo personal, la comodidad, la falta de generosidad, las pequeñas cobardías de lo cotidiano, todo esto contribuye para esa perniciosa forma de ceguera mental que consiste en estar en el mundo y no ver el mundo, o solo ver lo que, en cada momento, sea susceptible de servir a nuestros intereses. En tales casos solo podemos desear que la conciencia venga, nos tome por el brazo, nos sacuda y nos pregunte a quemarropa: “¿Adónde vas? ¿Qué haces? ¿Quién te crees que eres?”. Una insurrección de las conciencia libres es lo que necesitaríamos. ¿Será todavía posible?

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