terça-feira, 9 de setembro de 2008

Geopolítica del independentismo


Manuel Castells
Sin permiso

La tensión internacional suscitada por el reconocimiento de Rusia a la independencia de Osetia del Sur y Abjasia muestra la importancia creciente del independentismo en la geopolítica mundial. Según quién, cómo y cuándo, los países poderosos y esa difusa “comunidad internacional” apoyan la autodeterminación de pueblos oprimidos o condenan las amenazas a la integridad territorial de un país. Porque osetios y abjasios se alzaron en armas contra Georgia en el momento de la desintegración de la URSS al tiempo que los chechenos se rebelaban contra Rusia. EE. UU. y sus aliados musulmanes (entre ellos Bin Laden) apoyaron la insurrección chechena mientras aceptaban la represión de Georgia contra las regiones separatistas - que en realidad no tenían otra conexión histórica con Georgia que la de Stalin regalando territorio a sus paisanos georgianos, lo mismo que haría años después Jruschov, ucraniano, otorgando la rusa Crimea a Ucrania en una noche de borrachera.

Cuando se trata de separar a Kosovo de Serbia se invoca el derecho de autodeterminación y se protege militarmente la independencia. Pero cuando China reprime la autonomía del Tíbet nadie se atreve a enfrentarse con China, más allá de protestas retóricas, porque quien no compra de China espera vender algo a China. Así que las posiciones sobre el derecho de autodeterminación son cinismo táctico. Pero el uso del independentismo latente que existe en todo el planeta va más lejos: es un instrumento esencial de la geopolítica en un mundo globalizado e interdependiente donde se tambalean los cimientos de los estados nación formados a lo largo de la historia.

Y es que los estados nación, todos, son una construcción histórica producto de luchas de poder, donde los triunfadores crean las instituciones y el discurso y los perdedores compaginan la resignación del subordinado con un discurso de resistencia que oscila entre el victimismo y el sueño de renacimiento nacional. Estados nación fuertes, como Francia, Alemania, EE. UU. o Brasil, lograron integrar culturas e intereses con la imposición y la asimilación cultural (escuela) en un largo proceso histórico. Otros, como Gran Bretaña, combinaron un centralismo duro en lo esencial (finanzas) con flexibilidad en lo secundario (parlamentos regionales, selecciones deportivas). Otros, como España, impusieron a sangre y fuego la dominación del centro sin molestarse en integrar a los que siguieron siendo diferentes, hasta que la democracia y el Estado de las autonomías abrieron el juego, suavizando pero no eliminando, las contradicciones. Otros, como Suiza, descentralizaron poder a los cantones para diluir los conflictos a nivel federal. En Canadá, amenazado de desintegración, se tomaron en serio la democracia y ofrecieron a Quebec la posibilidad de referendos de autodeterminación que los independentistas perdieron hasta llegar a un compromiso de coexistencia.

Es decir, las tensiones autonomistas e independentistas son la regla más que la excepción en el mapa mundial. Sobre todo en estados nación creados por la colonización, cuyas fronteras fueron definidas por la espada dominante sobre un mapa incierto mediante tratados europeos (de Tordesillas a Berlín) donde se decidía el destino de culturas y etnias profundamente distintas.

La imperfecta integración de muchos estados es un volcán que se activa cuando surgen crisis económicas y explotan agravios culturales. Mientras todo va más o menos bien, nadie arriesga por un proyecto incierto. Pero cuando se mueve el piso la gente se agita y los pescadores en río revuelto lanzan sus anzuelos. Así se gestó la guerra de los Balcanes en los noventa, cuando Alemania decidió restablecer su influencia en Europa del Este y determinó autodeterminar a Eslovenia, desencadenando un efecto dominó que hizo estallar a Yugoslavia y liberó las fuerzas destructivas de naciones, culturas y religiones que habían coexistido mal que bien durante casi medio siglo.

Nadie en este mundo queda por encima de toda sospecha. Y si no que se lo pregunten a los tranquilos belgas y a su rey, que está en serio peligro de quedarse en paro real, a menos que Flandes y Valonia lo compartan como monarca. Algunos observadores creen que Bélgica sobrevive porque nadie sabe qué hacer con Bruselas, ciudad francófona en territorio flamenco. Aunque ya hay alguna propuesta para hacer de Bruselas un distrito federal europeo, capital de un Estado supranacional llamado Unión Europea.

El debilitamiento del Estado nación, por su incapacidad de controlar los flujos globales de capital, producción, gestión, tecnología y comunicación, coincide con una crisis de integración cultural en sociedades cada vez más multiétnicas y multiculturales. Los estados nación reaccionan organizándose en redes supranacionales y descentralizando la gestión hacia los ámbitos regionales y locales. Pero esta doble traslación del Estado más arriba y más abajo del Estado nación perpetúa la existencia de su aparato pero lo vacía de contenido. Si el Banco Central Europeo decide las medidas para gestionar la crisis económica, ¿de qué nos sirve la Hacienda española, por no hablar de la catalana a la que ni siquiera le dejan recabar impuestos, convirtiéndola en hacienda deshacendada? Y si EE. UU. se conchaba con Georgia, Polonia y los bálticos para meternos en otra guerra fría (nunca mejor dicho, porque vamos a pasar frío como se nos corte el gas ruso), ¿de qué nos sirve una política exterior europea que vive sin vivir en ella?

O sea, hay poderes fácticos globales (económicos, militares, tecnológicos, comunicativos) que construyen la geopolítica mundial apoyando procesos de autodeterminación contra estados cada vez menos legítimos y armándolos para que repriman esos movimientos a cambio de rendir pleitesía a quienes les permiten sobrevivir. Así que la única autodeterminación real es la que se construye en las mentes de las personas a partir de su experiencia personal y colectiva, pasada y presente. Lo demás es cuestión de tiempo.

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