segunda-feira, 17 de março de 2025

Johannes Kaiser y la parodia fascista

Adolfo Estrela
El Desconcierto

Johannes Kaiser Barents-Von Hohenhagen, oriundo de Santiago de Chile, fue un nazi precoz. Gustaba de regalar esvásticas a sus compañeros de colegio, comentó en una entrevista. A confesión de parte, relevo de pruebas, aunque ahora reniegue de su pasado.

Desde 2013 mantiene un canal de youtube donde da rienda suelta a su incontinencia verbal, y desde donde insulta, menosprecia y manipula. Comenzó como un outsider y ahora es una carta presidencial de una extrema derecha nacional que él está ayudando a reconfigurar, formando parte de la ola reaccionaria mundial.

Su discurso es machista, vulgar y maniqueo. Mucho más que el de José Antonio Kast a quien, por ahora, está desplazando en el torneo electoral de la derecha por blando, demasiado fino y sonriente. El mercado de la extrema derecha criolla demanda, al parecer, otra cosa, algo más prosaico, si cabe. Sin embargo, nada está decidido todavía.

En un país donde se han diluido todos los controles morales frente a la barbarie, tenemos a un posible candidato a la presidencia de la República que justifica y aplaude con orgullo los crímenes de la dictadura cívico-militar (“Estaban bien fusilados esa gente en Pisagua. Bien fusilados”) que ataca y ofende a las mujeres, inmigrantes y minorías de todo tipo y, en sus ratos libres, produce un documental glorificando a un torturador como Miguel Krassnoff Martchenko.

Hoy es alguien a quien se invita habitualmente a conversar como representante de una opinión política más. Esto da cuenta de la debilidad ética, política y jurídica de la sociedad chilena en general y de la clase política en particular, frente a este tipo de personajes. El autoritario, el populista de derechas, el neofascista, o quien coquetea con estas ideologías, no es un “legítimo otro”, usando el concepto de Humberto Maturana.

Es decir, no es un sujeto con quien se puede asentar la convivencia sobre la empatía y el respeto mutuo. Kaiser no es simplemente un personaje “polémico”, no es una curiosidad más o menos folklórica dentro del espectáculo electoral. Kaiser es una persona intolerante que expresa una ideología cruel y tóxica que divide al mundo entre amigos y enemigos.

Pienso que frente a Kaiser sólo cabría la intolerancia y el ostracismo democráticos. Sin embargo -aquí y en todo el mundo-, ya es demasiado tarde. Los “cordones sanitarios” no funcionaron. El huevo de la serpiente ya eclosionó.

Kaiser, como muchos otros semejantes, carece de pensamiento propio. Es un repetidor, una parodia de las recetas de la altright norteamericana, que es un menjunje de neoliberales, ordoliberales, paleolibertarianos, anarcocapitalistas, supremacistas blancos y neofascistas partidarios de la “ilustración oscura”.

Todas estas “nuevas caras de la derecha” como las denomina Enzo Traverso, son muy liberales en lo económico pero archiconservadoras y represoras en lo social y en lo moral. Constituyen una fauna dogmática siempre transgrediendo los límites de “lo decible”, que en unas pocas décadas ha pasado de la marginalidad a gobernar países.

Pero, si bien “el fascismo a cuyo retorno estamos asistiendo no es el que alguna vez existió”, como afirma el historiador Federico Finchelstein, en muchos aspectos se parece mucho. Es una buena parodia. La estrategia de Kaiser, perniciosa como la de sus pares, consiste en repetir sandeces tras sandeces. Su estrategia es la provocación constante, usando y abusando de las redes sociales donde despliegan su odio y delirios conspiracionistas. Se apoyan en una masa digital domesticada, una masa algorítmica, diseñada y programada por ellos mismos. Una tecnomasa que no piensa pero actúa.

El discurso de Kaiser es una caricatura de discursos exteriores a la realidad chilena. No tienen arraigo cultural, pero sí tienen eficacia retórica porque remueven y movilizan las pulsiones básicas de la tribu.

Los fascistas paródicos, como los originales, tienen siempre disponible una oferta de orden autoritario para un desorden social, real o imaginario, que ellos mismos han contribuido a crear. Inventan o exageran peligros y a continuación ofrecen soluciones simples y burdas. Para ellos no hay más verdad que aquella que se construye a fuerza de repeticiones, aunque esas repeticiones sean mentiras.

Contra sus enemigos desatan una “batalla cultural” que consiste en reiterar, hasta el hartazgo, tres o cuatro ideas elementales para influir en los valores, creencias y normas culturales de una sociedad mundial hegemonizada por las izquierdas. Sus enemigos son el liberalismo claudicante, la multiculturalidad, el wokismo, el marxismo igualitarista, la Agenda 2030, los inmigrantes, las feministas y ecologistas. “De modo contraintuitivo se asegura que la izquierda ha triunfado y ha logrado imponer su hegemonía en lugares clave del poder global”, dice Pablo Stefanoni.

Kaiser todavía no ha dicho “zurdos de mierda” como su referente transandino ni ha mostrado una motosierra, pero ha dicho que hay que “depurar” el Estado de personas no eficientes. Adivine usted quienes, en la historia, han usado el término “depuración” y contra quienes. Como su hermano Alex, Johannes pelea sobre todo contra un enemigo inexistente: el Estado. Lo hace en un país como Chile, ejemplo neoliberal en el mundo, cuyo aparato público lleva décadas de desmantelamiento a partir de la dictadura civil-militar.

En Chile las empresas de propiedad pública corresponden aproximadamente al siete por ciento del total, mientras que, por poner un ejemplo, en España son alrededor de quince por ciento y en Argentina alrededor del veinte. Estos datos empíricos, sin embargo, no tienen ninguna relevancia para ellos porque la receta es repetir consignas falsas hasta que sean aceptadas como verdades.

Todo es posible cuando las ciudadanías desconcertadas están buscando al líder que las haga creer en algo. Kaiser es un emergente en una sociedad como la chilena, precarizada, desarticulada, desmovilizada y agotada después de décadas de hegemonía neoliberal.

Y, después del fracaso/derrota de la revuelta de octubre, es una sociedad asustada, deprimida, desconfiada y resentida que se ha negado a sí misma sus deseos emancipatorios y camina cabizbaja a intercambiar su libertad por la falsa seguridad que le ofrecen los mismos que han creado la inseguridad.

Kaiser, no es sólo otro momento del péndulo electoral, que en algún momento volverá a la cordura y elegirá a líderes “como los de antes”, esencialmente democráticos, con visión de Estado, ponderados etc. Kaiser es otra de las muchas expresiones tristes de sociedades que caminan hacia la barbarie.

segunda-feira, 10 de março de 2025

La clase obrera británica contra el golpe de Pinochet

Owen Dowling
Jacobin América Latina

Cuando el ejército chileno derrocó a Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, los tories británicos lo festejaron como una buena noticia para los inversionistas. Pero los sindicatos trabajaron para bloquear el comercio de Gran Bretaña con los golpistas.

«Para los intereses británicos (…) no hay duda de que Chile bajo la junta es una perspectiva mejor que el caótico camino de Allende hacia el socialismo, [y] nuestras inversiones deberían ir mejor». Diez días después del golpe militar contra el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile, el ministro de Asuntos Exteriores británico, Alec Douglas-Home, hizo una valoración optimista del golpe del general Augusto Pinochet y de la sangrienta reafirmación de la hegemonía capitalista.

Pero si Douglas-Home hablaba en nombre de muchos miembros de la clase dominante británica, el movimiento obrero de su país no compartía su actitud hacia el nuevo gobierno. Tal y como veían las cosas los sindicatos, sus «intereses» no estaban alineados con los inversionistas, sino con los partidarios de la Unidad Popular que ahora se enfrentaban a la tortura y el asesinato en las cárceles del régimen pinochetista.

De hecho, las consecuencias del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, cuando el nuevo régimen respaldado por Estados Unidos actuó de acuerdo con su intención declarada de «erradicar» el «cáncer marxista», horrorizaron a muchos miembros del movimiento sindical británico, lo que contribuyó a impulsar una campaña de solidaridad con el pueblo de Chile. La reacción fue tanto más sentida cuanto que el gobierno de Allende había aplicado un programa socialista democrático, y muchos de los perseguidos tras la toma del poder por los militares eran compañeros de militancia en partidos y sindicatos de izquierda. El diputado laborista Eric Heffer, que había conocido a Allende como parte de una delegación que viajó a Chile en 1972, «lloró sin pudor» al recibir la noticia de que el intento que había presenciado «de alcanzar el socialismo a través del proceso parlamentario» había sido «asesinado».

La apresurada organización de un movimiento de solidaridad con Chile en el Reino Unido exasperó los esfuerzos de los sucesivos gobiernos británicos por mantener relaciones con la junta. La aversión a las atrocidades de Pinochet en Gran Bretaña no se limitó a la izquierda socialista: muchos liberales y grupos eclesiásticos llegaron a oponerse al régimen por motivos humanitarios. Pero fue la claramente izquierdista Campaña de Solidaridad con Chile (CSC), con su dirección fundacional asociada al Partido Comunista, la que constituyó la principal voz antipinochetista en la sociedad civil británica, a través de su amplia labor entre el movimiento obrero.

Los sindicalistas que colaboraron con la CSC a lo largo de las décadas de 1970 y 1980 contribuyeron a crear una apasionada cultura de solidaridad internacional. Esto también supuso demostraciones prácticas de apoyo al pueblo chileno: concentraciones y conferencias, boicots a los productos chilenos y al trabajo en equipos chilenos, apoyo al reasentamiento de refugiados y delegaciones sindicales al país. La organización de la campaña entre el movimiento obrero trabajó para asociar la lucha contemporánea contra la dictadura de Pinochet con las tradiciones orgullosamente reivindicadas del socialismo británico, especialmente la solidaridad transnacional de la clase obrera y las luchas contra el fascismo.

El efecto fue un discurso muy emotivo en torno a la causa chilena que resonó entre los sindicalistas británicos y les inspiró para emprender acciones colectivas en apoyo de un pueblo situado a miles de kilómetros de distancia.

Sentimiento de clase

La CSC se fundó poco después del golpe, en medio de la alarma y la condena de las noticias procedentes de Santiago que resonaban en toda la izquierda británica. Desde el principio, se concibió como una organización abiertamente política. Se diferenciaba del Comité de Derechos Humanos de Chile, una ONG creada al mismo tiempo, por su defensa de perspectivas socialistas, antifascistas y antimperialistas, en un lenguaje de solidaridad y lucha.

Los sindicatos participaron en la CSC desde el principio, con sindicalistas que ocupaban puestos destacados en el comité ejecutivo de la campaña y muchas ramas del movimiento obrero que se coordinaban con los organizadores de la CSC a escala local. En su quinto año, la campaña contaba con treinta afiliados sindicales nacionales y contaba entre sus patrocinadores a dirigentes sindicales como Jack Jones, Joseph Gormley y Hugh Scanlon. La manifestación de diez mil personas en Londres para conmemorar el primer aniversario del golpe fue una movilización significativa: con más de doscientas pancartas sindicales y encabezada por una vanguardia de líderes sindicales, la marcha fue descrita por el Morning Star como «como un pase de lista del movimiento obrero británico».

La plétora de manifestaciones tanto locales como nacionales de solidaridad con Chile a lo largo de los años siguientes puede considerarse un producto del sentimiento de internacionalismo obrero que los sindicalistas afiliados a la CSC ayudaron a fomentar en toda la clase trabajadora. Jimmy Symes —representante de un combativo grupo de trabajadores en su calidad de presidente del Comité de Delegados Sindicales de los muelles de Merseyside— se dirigió en tono encendido a la conferencia sindical de la CSC de 1975: «La antorcha del socialismo, una vez encendida, nunca morirá. Pero es nuestra responsabilidad, como movimiento obrero, como socialistas, como internacionalistas, apoyar al pueblo de Chile en su lucha».

El sentimiento de clase que había animado a los estibadores de Liverpool en sus huelgas masivas por mejoras salariales y el fin de las condiciones precarias también se puso de manifiesto en las repetidas acciones que, junto con otras comunidades obreras, emprendieron en solidaridad con los chilenos. Muchos sindicalistas identificaron el encarcelamiento, la tortura y el asesinato de representantes sindicales, la abolición de los derechos de negociación colectiva y el deterioro de los salarios, las condiciones y el empleo por parte del gobierno de Pinochet como opresiones a las que se enfrentaban los trabajadores chilenos en tanto que trabajadores: una ofensiva de clase contra el trabajo, a la que las tradiciones de internacionalismo y las obligaciones de solidaridad de clase exigían que se opusiera el movimiento sindical británico.

Tal fue el caso del veterano sindicalista Jack Jones, secretario general de izquierdas del sindicato Transport and General Workers’ Union. Habiendo regresado recientemente de una delegación sindical a Chile, donde se había reunido con familiares de sindicalistas ejecutados, recalcó en la conferencia del Partido Laborista de 1974 la «responsabilidad personal» del movimiento obrero británico con la clase obrera chilena.

Los esfuerzos de solidaridad de los sindicalistas británicos se expresaron a menudo en sus propios lugares de trabajo, ya que la confianza de los militares chilenos en la ingeniería británica para el mantenimiento de gran parte de sus equipos ofreció a los trabajadores la oportunidad de poner en jaque la maquinaria de muerte de Pinochet.

Famosa fue la intervención de los delegados sindicales de una fábrica de Rolls-Royce en East Kilbride para «bloquear» los motores de los aviones de combate destinados a Chile. Retuvieron los motores de la fuerza aérea de Pinochet durante cinco años en un alarde de internacionalismo sindical caracterizado por uno de sus protagonistas como «uno de los mayores episodios de la historia del socialismo escocés».

Los trabajadores de la ingeniería de Newcastle, Rosyth, Glasgow y otros lugares también se negaron a trabajar en buques de guerra chilenos, mientras que los estibadores de Liverpool, Newhaven y Hull boicotearon de diversas formas la manipulación de mercancías procedentes de Chile o destinadas a este país. La decisión de seiscientos marineros desempleados de Liverpool de renunciar a trabajar a bordo de un carguero con destino a Chile para defender la política de su sindicato nacional fue celebrada en todo el movimiento de solidaridad.

Sus problemas son nuestros problemas

Una delegación clandestina del Sindicato Nacional de Mineros (NUM) que viajó a Chile en 1977 fue concebida explícitamente en términos de internacionalismo obrero. Entrando en Chile desde Perú haciéndose pasar por turistas privados, los delegados del NUM se desplazaron entre casas seguras, reuniéndose con mineros y representantes de sindicatos proscritos al amparo de la noche para recabar información sobre sus condiciones sociales bajo el terror antisindical sistemático del gobierno militar.

En un prólogo al informe ampliamente difundido sobre los resultados de la misión, la Ejecutiva del NUM escribió que «la solidaridad y el internacionalismo de los mineros es un sinónimo en el movimiento obrero británico» y subrayó los puntos en común de clase entre los mineros chilenos y británicos: «Sus problemas deberían ser nuestros problemas (…) sus logros serán nuestros logros». El representante del sindicato ante la CSC afirmó que era el «deber de la clase trabajadora» del NUM asegurarse de que se termine «la pesadilla que está viviendo esta gente».

La identificación social de los sindicalistas británicos con quienes se enfrentaban al asalto de Pinochet se vio reforzada por la llegada de miles de exiliados chilenos al Reino Unido, muchos de ellos patrocinados por el movimiento obrero y que pronto se convirtieron en activos dentro de la vida sindical. La interacción personal con los exiliados a menudo propició un mayor compromiso de los trabajadores británicos con el movimiento de solidaridad, ejemplificado en el caso de Ernesto Andrade, un marinero chileno que había buscado asilo entre el movimiento obrero de Liverpool, cuyo emotivo testimonio inspiró en 1978 la resolución de los estibadores de Merseyside de boicotear los productos chilenos.

La sensación de cercanía con los chilenos también se invirtió en algunos contextos, ya que las experiencias de los exiliados chilenos del ataque de 1973 contra su movimiento proporcionaron una forma de entender los acontecimientos en Gran Bretaña. Esto se demostró poderosamente durante la guerra de Thatcher contra el NUM en 1984-85, un ataque contra el poder de los trabajadores organizados basado en el mismo programa friedmaniano pilotado bajo Pinochet.

Los exiliados chilenos «ayudaron a dar forma a la imaginación política» de las comunidades mineras a la hora de entender el ataque del Estado contra el movimiento obrero a la luz de lo que había ocurrido en Chile. Muchos exiliados se involucraron en grupos de apoyo a la huelga, a veces dirigiéndose a las reuniones de solidaridad de la CSC en las comunidades mineras para «establecer los vínculos» y enfatizar lo que Sue Lukes, miembro ejecutivo de la campaña, describió como «la continuidad entre lo que estaba haciendo Thatcher y lo que había hecho Pinochet». La conciencia de los vínculos entre la experiencia chilena y la propia proliferó en las comunidades mineras británicas. Linda King, del Ollerton Colliery Women’s Support Group, insistió: «El pueblo chileno ha sido estupendo con nosotros. Saben lo que es pasar por esto mejor que nosotros mismos».

Antifascismo

Los sentimientos de solidaridad con los trabajadores asediados en Chile también se nutrían de otra fuente: las tradiciones antifascistas del movimiento obrero británico, que se remontan incluso a antes de la Segunda Guerra Mundial. La percepción del gobierno militar chileno como un régimen fascista se basaba en la idea de que el fascismo es una ideología y una práctica cuyo objetivo principal es destruir el movimiento obrero. La CSC caracterizó el golpe chileno lanzado por «generales fascistas» como «el ataque más salvaje contra el movimiento obrero internacional desde los oscuros días de la Alemania nazi».

Comparar la dictadura de Pinochet con la de Hitler era rutinario en todo el movimiento de solidaridad, una comparación que no solo condenaba al gobierno de facto sino que lo asociaba con un enemigo contra el que muchos trabajadores habían luchado durante la Segunda Guerra Mundial, lo que seguía teniendo resonancia emocional. Tras la llegada de un buque de guerra chileno a los muelles de Portsmouth, el secretario de distrito del sindicato de trabajadores de la ingeniería comentó que sus miembros, que habían votado negarse a trabajar en el buque, «tenían ganas de hundir el barco, que era, después de todo, lo que habían hecho con los barcos de los fascistas durante la Segunda Guerra Mundial».

Tales invocaciones de fascismos históricos enmarcaron la oposición contemporánea a la dictadura de Pinochet como un deber de la clase obrera, siguiendo la tradición del movimiento obrero británico. Este vínculo con el pasado también era evidente en los paralelismos entre el movimiento de solidaridad con Chile y la guerra de 1936-1939 en defensa de la República Española, en la que miles de socialistas británicos se habían alistado como voluntarios.

Tales lazos fueron personificados por Jack Jones, que había sido herido en España y escribió en Tribune inmediatamente después del golpe de 1973 que «estamos al principio de otra situación de guerra española». John Keenan, del Comité de Empresa de Rolls-Royce East Kilbride, entrevistado para el documental de 2018 Nae Pasaran, estableció paralelismos entre los regímenes de Franco y Pinochet, ambos compuestos por fascistas que habían derrocado gobiernos democráticos, y situó la acción de East Kilbride dentro de la herencia histórica de los voluntarios escoceses en las Brigadas Internacionales. Estas analogías fueron alentadas por la CSC, que describió la campaña internacional en torno a Chile como «un movimiento mundial de solidaridad (…) sin parangón desde la Guerra Civil Española».

La comparación popular del gobierno de facto con los odiados enemigos fascistas, y de la lucha contra él con las orgullosas tradiciones antifascistas, imbuyó al movimiento de solidaridad con Chile de un profundo significado para muchos sindicalistas británicos. Ted McKay, del NUM, elogió la delegación a Chile como un momento «en el que el NUM se unió, con una sola voz, para enfrentarse al enemigo común del fascismo» y «mostró al mundo lo que representa el sindicato».

Sin embargo, la concepción del régimen de Pinochet como fascista también dio a la solidaridad con Chile una urgencia práctica, debido al terror que inspiraba la perspectiva del ascenso fascista, especialmente con el telón de fondo contemporáneo del ascenso del Frente Nacional en Gran Bretaña. Los sindicalistas implicados en la CSC consideraban que el fascismo en Chile representaba un verdadero peligro para los socialistas británicos, como se expresó en la declaración de la conferencia sindical de la campaña: «al atacar el recurso a métodos fascistas en Chile, el movimiento obrero británico está contribuyendo a su propia defensa contra cualquier intento similar en Gran Bretaña».

Solidaridad internacional hoy

La solidaridad sindical británica con los trabajadores chilenos contribuyó a aislar moral y políticamente al régimen golpista de Pinochet. Persuadió al gobierno laborista de 1974-1979 para que sancionara y finalmente rompiera la mayoría de las relaciones con Chile, y aplicó suficiente presión social para impedir incluso que el ministerio de Margaret Thatcher estableciera una relación tan estrecha y pública con el gobierno de facto como le hubiera gustado. Grace Livingstone, historiadora de las relaciones de Gran Bretaña con el Chile de Pinochet, sugiere que, debido al activismo del CSC y otros grupos, «para mucha gente en Gran Bretaña, el general Pinochet llegó a personificar la imagen de un dictador brutal, uno de los pocos tiranos del mundo que el público medio podía identificar claramente».

La campaña pudo construir su influyente plataforma en la sociedad británica gracias a los esfuerzos de los sindicalistas afiliados por suscitar entre el movimiento obrero más amplio el desarrollo de una sentida conciencia de interés común con la clase obrera chilena. El golpe de Estado en el país sudamericano fue reconocido por todo el movimiento de solidaridad como un desafío contrarrevolucionario a la izquierda organizada internacional, que requería una respuesta igualmente internacionalista.

Pero no se trata solo de los acontecimientos de hace cinco décadas. Los socialistas que se organizan hoy en día se enfrentan a retos de proporciones también ineludiblemente globales: la superexplotación de los trabajadores a través de redes de producción transcontinentales, la complicidad de las corporaciones multinacionales en el suministro de los arsenales represivos de los Estados autoritarios, las crisis planetarias del cambio climático capitalogénico… Estos síntomas mórbidos del capitalismo global contemporáneo exigen igualmente nuestra organización a una escala proporcional, construyendo una solidaridad transnacional sobre la base de intereses de clase compartidos.

En este sentido, más recientes muestras de internacionalismo del movimiento obrero —como la negativa de los estibadores italianos a cargar armas para Arabia Saudí e Israel en solidaridad con los pueblos de Yemen y Gaza— proporcionan ejemplos a seguir. Muestran la posibilidad de resistir a las fuerzas disgregadoras de la atomización neoliberal y el nacionalismo insular construyendo en su lugar una conciencia popular basada en el internacionalismo de la clase trabajadora y en una orgullosa aceptación de la solidaridad como deber social.

En su día, la Campaña de Solidaridad con Chile representó la postura de los trabajadores británicos con los chilenos como una medida en su propio interés, contra las fuerzas sociales que habían apoyado el golpe de Pinochet, y como la herencia de una lucha honorable que sus antepasados habían librado contra el fascismo y la tiranía.

Los esfuerzos por desarrollar el apoyo social popular a las campañas transnacionales de hoy —por la justicia climática, el poder de los trabajadores en las cadenas de suministro, el fin de la violencia policial racista o una Palestina libre— deberían seguir este ejemplo. Esto significa poner de relieve los puntos en común entre las comunidades de la clase trabajadora que se resisten a la desposesión, la explotación y la dominación en todo el mundo, y los vínculos entre sus opresiones, como bases tangibles sobre las que construir la solidaridad.

En esta empresa vital, los socialistas deberían inspirarse en los sindicalistas que tendieron las manos proletarias al otro lado del Atlántico al pueblo de Chile, en cuyas luchas vieron las suyas propias.

domingo, 9 de março de 2025

Kollontai y Lenin: por un comunismo que libere a las mujeres

Liza Featherstone
Jacobin América Latina

Los pensadores bolcheviques discrepaban, y mucho. Pero los ideales compartidos fueron aún más importantes.

En el centenario de la muerte de Lenin vale la pena exami­nar su papel en los primeros debates socialistas, muchos de los cuales se repiten hasta nuestros días en los argumentos de la izquierda. Sus desacuerdos con la ideóloga, di­plomática y escritora bolchevique Alexandra Kollontai ofrecen una ventana particularmente revelado­ra de su pensamiento.

Los dos líderes comunistas man­tuvieron una profunda camaradería, aunque plagada de conflictos y dis­crepancias sobre muchas cuestiones. Algunas de estas discusiones condu­jeron a profundas y duraderas ruptu­ras políticas y personales entre ellos. Sin embargo, sus puntos de acuerdo pueden ser aún más relevantes para los socialistas de hoy. Lo más signi­ficativo fue que Kollontai y Lenin coincidieron en la centralidad de la liberación de la mujer para el comu­nismo y trabajaron juntos por esos ideales.

Un encuentro valioso

Nacida en la aristocracia, Alexandra Kollontai se convirtió en una de las traidoras de clase más importantes de la historia tras una visita a una fábrica durante la que vio las terri­bles y peligrosas condiciones de las trabajadoras y observó que un niño había muerto en la «guardería» de la fábrica, al cuidado de una «niñe­ra» de seis años. Más tarde escribió sobre esta experiencia: «Comprendí hasta el fondo de mi corazón que no podemos vivir como hemos vivido hasta ahora, cuando existen a nues­tro alrededor unas condiciones de vida tan terribles y un orden tan in­humano».

En otro lugar anotó: «Las mujeres y su destino me ocuparon toda mi vida y la preocupación por su suerte me llevó al socialismo». En los años previos a la Revolu­ción Rusa, Kollontai se erigió como defensora de las mujeres trabajado­ras, así como organizadora, oradora y pensadora. Frente a las feministas burguesas que pretendían dar más igualdad a las mujeres dentro del sistema capitalista, ella sostenía que solo el movimiento de mujeres co­munistas dirigido por la clase obrera podía conseguir la igualdad social. «Al esforzarse por cambiar las con­diciones de vida —escribió sobre las mujeres trabajadoras que se decla­raban en huelga y se organizaban en las calles de Rusia para llevar a cabo la revolución— ellas saben que tam­bién están ayudando a reformar las relaciones entre los sexos».

Pero Kollontai sabía que la igual­dad de la mujer no llegaría automáti­camente con la disolución del capita­lismo, por eso trabajó para construir un comunismo específicamente atento a la liberación de la mujer, luchando a veces contra comunis­tas que no compartían este objetivo.

Lenin no era uno de estos comu­nistas patriarcales. Estaba totalmen­te de acuerdo con Kollontai en que las trabajadoras eran fundamenta­les para la revolución comunista y tenían preocupaciones específicas que solo el comunismo podía abor­dar. Además de ser explotadas por los patrones capitalistas, escribió Lenin, las mujeres eran «esclavas del dormitorio, la guardería y la co­cina». Estaba convencido de que el comunismo liberaría a las mujeres de la subordinación patriarcal y de la monotonía de las tareas domésticas, y argumentaba que estas últimas eran un desperdicio del valioso trabajo de las mujeres y que contribuían a su opresión dentro del hogar, a la que se refería como «esclavitud doméstica».

Lenin estaba profundamente in­fluido por las mujeres comunistas que le rodeaban, y Kollontai a me­nudo formaba parte de ese círculo. Lenin apoyaba el derecho al abor­to, la anticoncepción y el derecho al divorcio, punto este especialmente controvertido entre los socialistas, algunos de los cuales argumentaban que a corto plazo causaría miseria a las mujeres y los niños porque serían demasiado pobres para sobrevivir sin los hombres. Aunque reconocía el problema, Lenin insistía en que si las mujeres no podían tomar decisio­nes sobre sus propias vidas entonces no disfrutaban de plenos derechos democráticos.

Él y Kollontai, junto con su ca­marada alemana Clara Zetkin, des­empeñaron un papel decisivo en la creación del Día Internacional de la Mujer, que todavía se celebra hoy (aunque con una considerable coop­tación capitalista). Lenin escribió, bajo la influencia de Kollontai: «Si no atraemos a las mujeres a la acti­vidad pública, a la milicia, a la vida política —si no arrancamos a las mujeres de la atmósfera mortífera del hogar y la cocina—, será imposi­ble asegurar la libertad real. Será im­posible asegurar la democracia, por no hablar del socialismo». De hecho, la organización de las trabajadoras —profundamente explotadas en el trabajo y agotadas por sus segundos turnos en casa— fue crucial para el éxito de la revolución bolchevique.

No se trataba solo de un acuerdo filosófico entre los dos pensadores sino de un profundo compromiso institucional: tras la revolución, Le­nin nombró a Kollontai comisaria de Bienestar Social, cargo desde el que ayudó a legalizar el aborto, el divorcio y el control de la natalidad. También se impuso la igualdad salarial para las mujeres y una licencia remunerada para las madres primerizas, al tiempo que el matrimonio eclesiástico fue sustituido por el civil. Se despenalizó el trabajo sexual y se abolió el estatus legal de «ilegitimidad» para los hijos de padres no casados.

Kollontai también estableció maternidades gestionadas por el gobierno, en las que tras el parto las madres podían recuperarse jun­to con sus bebés. Se apoyó la lac­tancia materna mediante una serie de políticas gubernamentales y se establecieron cocinas y lavanderías comunales para aliviar a las mujeres trabajadoras de las tareas domésti­cas (estas no tuvieron mucho éxi­to, ya que carecían de financiación adecuada y los servicios acabaron siendo deficientes: la comida era mala y la ropa solía rasgarse en las lavanderías).

En este prometedor periodo, la Unión Soviética también promulgó el sufragio femenino, un par de años antes que Estados Unidos. En 1919, Kollontai e Inessa Armand —otra camarada cercana a Lenin— crea­ron el Zhenotdel, un departamento especial dedicado a las necesidades de las mujeres.

Ninguna guerra salvo la guerra de clases

Con consecuencias menos prác­ticas pero igualmente importan­tes en la historia del pensamiento antimperialista, ambos estuvieron también unidos contra la Primera Guerra Mundial. Mientras los so­cialistas europeos se alineaban con sus gobiernos en torno a este derra­mamiento de sangre épicamente in­útil, Lenin y Kollontai —a menudo adversarios políticos en los años que condujeron a la Revolución de Oc­tubre— se unieron tanto en la opo­sición a la guerra imperialista como en las razones para ello.

Kollontai formó parte de los mencheviques hasta 1914, cuando se unió a los bolcheviques debido a la firme línea antibelicista de es­tos últimos. En 1916 escribió que la causa de la guerra era el capita­lismo y argumentaba que los tra­bajadores de todo el mundo debían unirse contra la clase dominante en lugar de matarse unos a otros. «Mi enemigo está en mi propio país — declaró— y esto aplica para todos los trabajadores del mundo». Ella y Lenin colaboraron estrechamente en ensayos y declaraciones de este tipo, intentando que los partidos so­cialistas de otros países se unieran a esta posición antibélica.

Las discusiones entre Kollon­tai y Lenin sobre cómo enmarcar la oposición comunista a la guerra lle­varon a Lenin a hacer importantes distinciones, rechazando lo que él llamaba el pacifismo «pequeñobur­gués» y «provinciano» que rechaza «la guerra en general». Como expli­có en una carta de 1915 a Kollontai, en la que afinaba una declaración marxista internacional de izquier­da que se oponía a la Primera Gue­rra Mundial para presentarla en la primera Conferencia Socialista Internacional: «Eso no es marxis­ta… Creo que es erróneo en teoría y dañino en la práctica no distinguir entre distintos tipos de guerras. No podemos estar en contra de las gue­rras de liberación nacional» (como, por ejemplo, las luchas anticolonia­listas de países como la India para liberarse de la dominación británi­ca). Kollontai tampoco era pacifista y exhortaba: «Volvamos nuestros fusiles y pistolas contra nuestros verdaderos enemigos comunes», es decir, los capitalistas. Más tarde, los comunistas convertirían esta idea en un eslogan conciso: «¡Ninguna guerra salvo la guerra de clases!».

Discrepancias

Sin embargo, los dos pensadores te­nían algunas diferencias cruciales. Unos años después de la revolución, Kollontai se unió a la tendencia lla­mada Oposición Obrera, crítica de la burocracia del partido y preocu­pada porque ya no se representaba a los trabajadores. En un panfleto de 1921 abogaba por más poder para los sindicatos y contra lo que con­sideraba el creciente poder de los profesionales tecnócratas de clase en el partido y el gobierno. Al año siguiente, Lenin aprobó una reso­lución del partido que prohibía el «fraccionalismo», clausurando de hecho la Oposición Obrera. Ese fue el fin de su influencia sobre Lenin o los bolcheviques.

Después de eso, Kollontai fue marginada dentro del gobierno y del Partido Comunista, aunque tuvo una larga carrera diplomática representando lealmente a la Unión Soviética en Noruega, México y Suecia. Pero tras la marginación de Kollontai la dirigencia soviética se mostró mucho menos comprome­tida con la igualdad de la mujer: el gobierno padecía tanto de falta de recursos como de actitudes patriar­cales hasta que, tras la muerte de Lenin, Stalin disolvió el Zhenotel y volvió a ilegalizar el aborto.

Kollontai y Lenin discreparon también sobre moralidad sexual: mientras que la primera argumen­taba a menudo que el comunismo conduciría a un tipo de amor dife­rente y menos posesivo entre hom­bres y mujeres, así como a un ethos sexual más moderno, el segundo pensaba que tales ideas eran liber­tinas y frívolas. Kollontai no fue la única mujer cercana a Lenin que discrepó con él en estas cuestiones, ya que también discutió con Inessa Armand y Clara Zetkin.

Considerando su apoyo al dere­cho al aborto e incluso a la despena­lización del trabajo sexual, no puede decirse que Lenin fuera conservador en lo social, pero a veces lo irritaba el radicalismo de las mujeres de su círculo. Y no era el único: las ideas de Kollontai sobre moralidad sexual eran con frecuencia objeto de burla por parte de compañeros comunis­tas socialmente muy conservadores, a veces en términos crudos y sexis­tas. Como escribió Sheila Robotham en 1971, también las mujeres de clase trabajadora criticaban a veces sus ideas sobre el amor libre, dado que la anticoncepción no estaba muy ex­tendida; «las campesinas sabían muy bien que —bromeaba Robotham— si te gusta andar en trineo tienes que estar dispuesta a subirlo a la colina».

Socialismo y familia

La gente sigue discutiendo sobre las cuestiones que dividieron a Kollontai y Lenin a lo largo de su camaradería. En Estados Unidos, por ejemplo, se critica a menudo a los Socialistas Democráticos de América (DSA) y a otras organiza­ciones de izquierda por conseguir a gran parte de su membresía y di­rigencia de entre lo que Barbara y John Ehrenreich llamaron alguna vez «la clase profesional-geren­cial» en lugar de nutrirse de la clase trabajadora.

Haciéndose eco del panfleto de Kollontai de 1921 «Oposición obrera», muchos de estos críticos argumentan que el sindicalismo de base es un espacio más sólido pa­ra la organización socialista que la organización electoral o en torno a otros conflictos puntuales. Pero los propios Ehrenreich argumen­taban que la proletarización de las profesiones —y, podríamos añadir, la creciente dificultad de alcanzar una vida de clase media debido al alto costo de la sanidad, la vivienda y la educación superior— crean una situación en la que parte de la llamada «clase directiva profesio­nal» quiere genuinamente el so­cialismo y aporta su educación y conocimientos técnicos a la causa (en cuanto al sindicalismo frente al electoralismo, ambos son crucia­les y no es productivo forzar una elección: en los últimos años los so­cialistas han obtenido algunas vic­torias utilizando ambas tácticas).

La moral sexual también puede ser un factor de división entre so­cialistas. Aunque ya nadie discute si el «amor libre» debería formar parte de una sociedad comunista —tanto el tabú como el exuberan­te ethos liberacionista están obso­letos—, el abolicionismo familiar está teniendo un pequeño retorno entre los intelectuales marxistas. Mientras que algunos pueden aco­ger con satisfacción el socialismo como forma de fortalecer la familia nuclear, dando a la gente más tiem­po fuera de la esclavitud asalaria­da para criar a sus hijos y generar el acceso a guarderías gratuitas y la universidad, otros pueden abrazar el potencial socialista para liberarnos de las relaciones obligatorias, lo que nos permite sobrevivir económica­mente sin el matrimonio o la forma de familia nuclear.

En efecto, el socialismo tiene el potencial de mejorar la vida íntima de las personas de diversas maneras, y estas no están necesariamente en conflicto. En lo personal, prefiero optar por la noción de Kristen Ghod­see de «expansionismo familiar», basado en las ideas de Kollontai so­bre la colectivización de los deberes de la familia, un concepto que deja abierto el horizonte político respec­to a cómo la gente podría elegir or­ganizar su vida privada si contara con más libertad económica.

La propia Kollontai, como Enge­ls antes que ella y Simone de Beau­voir después, era por esa misma razón agnóstica en cuanto a si la fa­milia persistiría o no, pero sabía —e insistía en ello— que se transforma­ría luego de una serie de cambios profundos en la estructura social y las condiciones materiales. Con me­joras en las condiciones materiales de las mujeres, argumentaba, esos cambios en la vida familiar serían para mejor.

Hoy en día, la abolición de la fa­milia plantea solo una división en el ámbito teórico ya que todos los so­cialistas están de acuerdo en que los padres necesitan más apoyo o en que las guarderías deben ser gratuitas, por ejemplo. Pero hay cuestiones sociales contemporáneas que sí divi­den a los socialistas. En México, por ejemplo, el presidente López Obra­dor abrazó muchas políticas econó­micas de izquierdas combinándolas con una retórica antigay o antitrans­género y lo mismo ocurre con los dirigentes chinos. En los círculos intelectuales anglosajones, algunos conservadores sociales poco amigos de los derechos trans han abrazado ideas económicas socialdemócratas.

Sin embargo, gran parte de la iz­quierda global apoya, con razón, los derechos, la seguridad y las libertades de las minorías sexuales tanto por una cuestión de solidaridad como por una visión antipatriarcal que puede verse como una continuación del legado de Kollontai y que probablemente esté en desacuerdo con la perspectiva más conservadora de Lenin.

Actualidad

Aunque sus desacuerdos puedan re­sonar hasta nuestros días, los mo­mentos de convergencia de Lenin y Kollontai tienen incluso mayor relevancia actual en tanto que la guerra y la situación de las mujeres son preocupaciones profundamente mayoritarias.

Con el retorno del fascismo pa­triarcal en todo el mundo y la abso­luta falta de respuestas ofrecidas por los partidos centristas, vale la pena revivir el compromiso compartido de Lenin y Kollontai en lo que hace a los derechos de las mujeres, desde el derecho al aborto hasta las licen­cias remuneradas por maternidad. Y también vale la pena recuperar su coincidencia en la oposición a la guerra imperial, posición que si bien sigue siendo fuerte en todo el Sur Global, en los últimos años se ha debilitado mucho en Estados Unidos y en Europa.

Una reflexión sobre estos dos pensadores comunistas debería inspirarnos para volver a poner a la igualdad de género y al antimperia­lismo en el centro del pensamiento de izquierdas. Las cuestiones sobre las que Lenin y Kollontai discrepa­ron son interesantes y difícilmente irrelevantes hoy en día, pero los so­cialistas realmente hacemos historia cuando somos capaces de encontrar un terreno común. Aunque Lenin y Kollontai no crearon un comunismo que emancipase verdaderamente a las mujeres, sí promulgaron muchas políticas progresistas que marcaron una diferencia en la vida de las mu­jeres soviéticas y, como argumen­tó Kristen Ghodsee, presionaron a los gobiernos capitalistas de todo el mundo para hacer lo mismo.

En marzo de 1917, pocos meses antes de la revolución, Lenin escri­bió a Kollontai una carta cálida y en­tusiasta, llena de promesas sobre el mundo que estaban construyendo juntos. Utilizó rótulos respetuosos pero efusivos —tanto «Suyo» como «Todo lo mejor»— e incluso una exclamación: «¡Le deseo mucho éxito!». En aquel momento, Lenin reflexionaba sobre el poder que es­taban construyendo entre la clase trabajadora para ganar «pan, paz y libertad». Hoy esto funciona como recordatorio de la potencialidad de una camaradería y de unos ideales que el mundo sigue necesitando des­esperadamente.