Carlos Fuentes
La Jornada
Carlos Fuentes analiza dos recientes títulos latinoamericanos sobre la vida y la obra de Kafka: El daño, de Sealtiel Alatriste, y el ensayo inédito del filósofo chileno Martín Hopenhaym, titulado provisionalmente "Crítica de la razón irónica''. "El poder literario de Kafka deriva de un hecho: sus ficciones describen a un Estado que hace eficaz su propia ficción'', afirma el maestro Fuentes y nos advierte que "es posible que Kafka sea el profeta del poder en el siglo XXI''. Tomando en cuenta las maneras de hacerse invisible que el actual poder tiene, no sería raro que la teoría de Fuentes tuviera un terrible aire de profecía.
Has leído a Kafka?'', me pregunta Milan Kundera. "Por supuesto'', le contesto. "Creo que es el escritor indispensable del siglo XX.'' Kundera sonríe socarronamente: "¿Lo has leído en alemán?'' "No.'' "Entonces no has leído a Kafka.''
La reflexión de Milan Kundera sobre la excelencia intraducible de la lengua alemana empleada por Kafka admite ya, en castellano, una notable y muy honrosa excepción. La traducción de Miguel Sáenz (Franz Kafka, Obras completas, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona) es de tal manera espléndida que dudo mucho le afecte la ironía de mi amigo Milan.
Simultáneamente, la obra de Kafka ha merecido dos homenajes latinoamericanos. Uno es el de la novela del mexicano Sealtiel Alatriste, El daño, publicada por Espasa. El otro es el ensayo inédito "Crítica de la razón irónica'' del filósofo chileno Martín Hopenhaym.
Alatriste le da un giro insólito a la leyenda patriarcal de Kafka para trasladar a la madre una presencia piadosa y un influjo de misericordia que consiste en callar para que el hijo hable. Ella abandona su vocación musical para dar paso a la vocación literaria del hijo. Sabe, sin embargo, que mientras ella tocaba la viola, su hijo escribía La metamorfosis. En el acto de escribir hay un divorcio entre la madre y el hijo. Antes, durante la niñez y la adolescencia, madre e hijo se contaban sus sueños. Cuando Franz empieza a escribirlos, la madre se da cuenta de que "no me parezco en nada a la madre de tu infancia''. El hijo se ha vuelto un extraño y la madre se lo reprocha en silencio. "A un hijo no le está permitido [...] exponer con tanta crueldad los sentimientos de sus padres, mucho menos apropiárselos y hacerlos pasar por propios.'' La madre lee al hijo extraño y se vuelve extraña. El hijo es "otro''. Es un ladrón de personalidades ajenas. Es un escritor. Pero al robarle la personalidad a la madre, ¿no le ha dado el amor, posesivo y hasta destructivo, de hacerla más suya que nunca?
Alatriste es dueño de una prosa serena que se sitúa a medio camino, con asombrosa eficacia, entre la extrema despersonalización de las novelas de Kafka y la intimidad solipsista de los Diarios del escritor. Este tema lo recoge Martín Hopenhaym, el brillante filósofo chileno que es una de las cabezas (en todos sentidos) del pensamiento hispanoamericano.
Los Diarios, indica Hopenhaym, le dan a las novelas la resonancia subjetiva de la cual éstas carecen. No hay ninguna interioridad en la ficción de Kafka. Los Diarios, en cambio, son la resonancia interior de pasiones externas. Esta es una complementariedad angustiosa, toda vez que los protagonistas de las novelas son héroes de la razón. Sufren por estar marginados de la razón. Pero no entienden las "razones'' que los marginan. Su "racionalidad'', entonces, consiste en disolverse en un sistema indiferenciado y verse a sí mismos fuera de los procesos de formalización de la vida social.
De allí la extraordinaria escenificación kafkiana de la relación entre el individuo y el poder -sin duda, la más lúcida, la más inquietante y la más actual que se haya escrito en los últimos cien años.
El individuo en Kafka es un parásito, escribe Hopenhaym, que quisiera dejar de serlo pero que, a pesar suyo, revela el mundo de parásitos que el sistema requiere para ejercer el poder. El "héroe'' kafkiano sólo quiere ser acogido por el poder. Pero al someterse al poder, rasga sin quererlo la máscara del poder. El "héroe'' kafkiano, gracias a su torpeza, no a su inteligencia, revela el fondo arbitrario del poder. En Kafka, el Emperador no es desvestido por un crítico del Emperador. La desnudez del poder es revelada en la imposibilidad que tienen sus sujetos de descifrar los designios del poder.
El poder literario de Kafka deriva de un hecho: sus ficciones describen a un poder que hace eficaz su propia ficción. En El proceso, como en El castillo, Kafka describe un vacío de poder que se presenta como algo plenamente colmado. Conocemos la mentira que usurpa el poder pero, aún sabiéndola mentira, asistimos estupefactos ante la representación que la disimula. El poder en Kafka ejerce su dominio por pura virtualidad. Las autoridades del Castillo se mantienen siempre intactas porque son sólo potenciales. La víctima del poder, en consecuencia (José K, el Agrimensor), imagina un poder proporcional a la fuerza de su ausencia. La regla de la regla del poder es la incertidumbre respecto a su aplicación.
Al morir en 1924, Franz Kafka no podía predecir, con puntualidad de historiador cronológico, que diez años más tarde su infernal imaginación del poder se volvería la realidad histórica del poder. Pero al arribar de noche a arrestar sin razón ni disculpa a sus víctimas, la Gestapo o la NKVD estaban arrestando a Franz Kafka. ¿Hay algo más kafkiano que el arribo a Minsk, en 1937, del Camarada Comisario I.V. Kovalev para asumir sus funciones y encontrarse unas oficinas absolutamente vacías porque su predecesor y la totalidad de los funcionarios habían sido ejecutados como traidores a Stalin? Mijail Koltsov, el corresponsal de Izvestia durante la guerra de España, declaró, kafkianamente, que si Stalin lo declaraba a él, Koltsov, un traidor, Koltsov lo creería, aunque no fuese cierto. Y en efecto, Kolstov fue encarcelado y ejecutado como parte de la cuota de arrestos que la policía secreta debía cumplir para satisfacer al dictador, a sabiendas de que ellos mismos, los verdugos, acabarían siendo las próximas víctimas de la paranoia estalinista.
Pero Kafka no es un politólogo. Es un escritor. Lo cual significa que, al contrario de lo que puede suceder en la historia política, en la historia personal y sobre todo en la imaginación personal, tiene lugar un drama de dudas, cegueras, ambivalencias y mudas heroicidades que se complementan, en el espacio de un dormitorio, de una oficina, de un lecho, con el ejercicio del poder.
Gregorio Samsa, en La metamorfosis, se convierte en escarabajo, no sólo para huir de su padre sino para huir del gerente, del comercio, de los burócratas, nos indican Felix Guattari y Gilles Deleuze en su célebre estudio Kafka: por una literatura menor. Hopenhaym añade con perspicacia: Samsa el escarabajo no es totalmente escarabajo. Sigue pensando. La conciencia usa al cuerpo como pantalla a la vez que lo encarcela. Si en ello hay ironía, se debe a que lo propio de la ironía es sacarnos de contexto y abrir un abismo entre el mundo y el yo. El vacío se convierte en el nexo entre mundo y yo. Es decir, la ironía, concluye brillantemente Hopenhaym, es ella misma metamorfosis. La ley está loca pero es la ley. Y una representación inagotable del deber impide a Samsa, a José K, el Agrimensor, cumplir con el deber. Serán, por ello, castigados.
Si Franz Kafka le dio un rostro a los horrores del poder en el siglo XX, es posible que también sea el profeta del poder en el siglo XXI. Aquél se hizo visible, demasiado visible, en el Auschwitz de Hitler y en el Gulag de Stalin. Hoy, el poder ha aprendido las maneras de hacerse invisible, contando, más que nunca, con que la propia víctima le otorgue fuerza al poder.
A veces, en las playas españolas donde paso parte del verano, escudriño las lecturas estivales de los vacacionistas. Me sé de memoria a los autores: Tom Clancy, Michael Crichton... Cuentan una y otra vez la misma historia. El lector pasivo lo sabe y lo agradece. Todo lo sorprende porque nada lo ha hechizado.
A veces, me encuentro con la sorpresa de lectores de playa y piscina que están leyendo, en años pasados, a un Premio Biblioteca Breve como Jorge Volpi o a los Premios Alfaguara, Manuel Vicent y Clara Sánchez. Este año, no lo dudo, encontraré muchos lectores de La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa.
Pero, invicto, seguiré buscando al aguerrido lector o la irreductible lectora que se lleva a la playa las Obras completas de Franz Kafka. Es cierto: el autor checo puede provocar un eclipse solar y una marejada que convierta a los hoteles en castillos de arena... Y a los bañistas en escarabajos.