segunda-feira, 24 de dezembro de 2018

Felices fiestas y un 2019 lleno de realizaciones, salud y prosperidad !!!


Querid@s amig@s:

En tiempos dificiles, de retroceso y amenazas a la democracia, renovamos nuestro compromiso con una América Latina más justa, inclusiva y democrática. Nuestros mejores anhelos para tod@s ustedes en esta Navidad y en el próximo año 2019.

Son los sinceros deseos de Fernando

terça-feira, 11 de dezembro de 2018

Kafka: La mirada despejada

José Andrés Rojo
El País

Kafka propone caminos para transitar un mundo enmarañado

Entre 1914 y 1945 el mundo pasó largas temporadas en el infierno. Los campos de batalla, pero también las ciudades de la retaguardia, se llenaron de millones de cadáveres durante las dos guerras mundiales, y el horror siguió presente acompañando a los heridos que consiguieron sobrevivir. El periodo de entre-guerras estuvo abarrotado de conflictos en distintos lugares, a finales de los años veinte estalló una brutal crisis económica, la polarización fue inmensa, la democracia como forma de gobierno perdió todo prestigio frente al empuje de proyectos épicos que prometían cambiar radicalmente las cosas, y la crisis de valores y expectativas fue profunda, íntima, lacerante. El nivel de barbarie alcanzó con el Holocausto unas cotas hasta entonces inconcebibles. Franz Kafka nació en 1883 y murió en 1924, así que le tocó vivir buena parte de aquel periodo. Muchos consideran que han sido sus escritos los que atrapan con mayor lucidez y finura aquella catástrofe, ese cataclismo que mostró la fragilidad de las criaturas humanas frente a la corriente tempestuosa de la historia.

Hace poco se ha publicado en España el primero de los dos volúmenes de sus cartas completas. Este tomo incluye las que escribió entre 1900 y 1914, y la manera tan particular que tenía Kafka de ver las cosas irrumpe enseguida, en la segunda de ellas, de enero de 1901. Es una nota de pésame que le envía a su amigo Paul Kisch por la muerte de un familiar muy cercano y le expresa un deseo poco corriente en esas circunstancias: “Mantener despejada la mirada”, Sabe que no le va a resultar fácil hacerlo, pero le insiste: “Tienes que intentarlo”.

Kafka era un tipo bastante complicado, y sus cartas enseguida te llevan por los extraños pasadizos que frecuentaba su imaginación. Al rato se sintoniza con su sentido del humor y resulta fascinante esa ligereza y facilidad con la que va introduciendo en sus cartas las consideraciones más diabólicas y peregrinas. Buena parte de este primer volumen recoge las que le envió a Felice Bauer, la mujer con la que estuvo prometido y con la que rompió después de una tortuosa relación, y que cuando se publicaron por primera vez mucho después de la muerte de Kafka provocaron en Elias Canetti la incómoda sensación de que profanaba una intimidad que tenía que haber permanecido inviolable, secreta, sellada frente a cualquier extraño. Luego quedó deslumbrado por la capacidad de Kafka para explorar las galerías más oscuras que recorre un hombre cuando ama a una mujer. O quiere amarla o pretende vivir con ella o debe apartarla de su camino.

Kafka, que escribió de manera compulsiva, hizo muy pocas anotaciones sobre la primera conflagración que tuvo una escala mundial. El 2 de agosto de 1914 apuntó en su diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. — Por la tarde, Escuela de Natación”. No hay mucho más. Y ese era el mismo hombre que le había recomendado unos años antes a un amigo que lo importante era mantener la mirada despejada. Los grandes asuntos que sacudían la política y la sociedad de su tiempo le interesaban a Kafka de manera secundaria.

Su literatura está sin embargo cada día más viva. El escritor ibicenco Vicente Valero comentó hace unos días en la presentación en Madrid de su última colección de relatos, Duelo de alfiles, que en todos ellos terminaba al final viajando a Kafka, ya fuera de la mano de Benjamin, de Nietzsche, de Rilke. Para comprender algo. Ahora que atravesamos una época enmarañada, las palabras de Kafka siguen ahí como instrumentos indispensables para conservar la mirada despejada. Y así no despistarnos.

quarta-feira, 3 de outubro de 2018

Brasil: Construyendo la alianza antifascista

Fernando de la Cuadra
Rebelión

La manifestación convocada por las mujeres el pasado fin de semana bajo el slogan de “Ele não” ha sido la expresión más multitudinaria de la voluntad de un gran sector de las ciudadanas y ciudadanos brasileños de decirle no al fascismo que amenaza fieramente la democracia en dicho país. No es exagerado pensar que muy probablemente Brasil enfrenta el mayor dilema de su historia reciente: la elección entre el fascismo y la democracia.

Pero cuando hablamos de fascismo, no lo hacemos en el sentido de abusar del concepto -o como fuerza de expresión- sino que lo hacemos en el entendido de que efectivamente el candidato de la ultraderecha representa muchos de los rasgos que se reconocen como parte del entramado ideológico de aquello que Umberto Eco ha caracterizado como Fascismo eterno o ur-fascismo. Uno de los rasgos más propios de este tipo de fascismo es su apelación a las clases medias que se encuentran frustradas por la situación de crisis económica que las llevaría a reducir su nivel de vida y por la amenaza que representarían los grupos sociales subordinados. Si a ello le sumamos el clima de violencia urbana que se ha diseminado por las principales ciudades, la presencia permanente de la corrupción y la impunidad, entre otros factores, nos encontramos ante un escenario favorable a un discurso autoritario que se erige como la fórmula salvacionista a la crisis sistémica por la que atraviesa el país.

Si Bolsonaro se mostraba como una figura patéticamente anecdótica y aislada cuando defendía, por ejemplo, la obra de la dictadura de Pinochet hace una década, en la actualidad ha conseguido captar la adhesión de un 28 por ciento del electorado -según las últimas encuestas- acentuando su carácter autoritario y ultra conservador. Consecuentemente, sus seguidores también se vienen mostrando cada vez más agresivos y truculentos en las manifestaciones de apoyo a dicha candidatura. En su más reciente aparición pública este fin de semana, el ex capitán Bolsonaro ha señalado que no reconocerá el triunfo de otro candidato que no sea el mismo, dando una clara señal a sus colegas de las fuerzas armadas de que pueden emprender una asonada golpista, en el caso que pierda en la futura contienda electoral.

La posibilidad de un golpe se acrecienta en la medida que los dos candidatos con más chance de pasar a una segunda vuelta son el propio Bolsonaro y Fernando Haddad el abanderado del Partido de los Trabajadores (PT). Si el primero insiste en desconocer el resultado de las elecciones, su apelo a un “pronunciamiento” de los militares cobra ribetes de riesgo inminente para la democracia y el golpe ya no sería blando, sino que podría ser directamente un golpe en que se utilicen los recursos de las armas y la violencia militar.

Quizás como nunca en los últimos 32 años de vida republicana, la nación se enfrenta al dilema del fascismo versus democracia. En esa encrucijada, la cuestión que se plantea como prioritaria es si las fuerzas progresistas tendrán la lucidez de construir una alianza que permita mantener a Brasil dentro de un régimen democrático. Por lo mismo, diversas voces desde un centro moderado vienen alertando sobre la necesidad de formar un gran acuerdo antifascista en el que puedan sumarse todos aquellos sectores que se comprometan a luchar por la defensa del estado de derecho y el pluralismo, pues claramente la mayor amenaza a estos proviene de los grupos de la extrema derecha y no del espectro político de izquierda. Figuras como el ex presidente Fernando Henrique Cardoso han advertido públicamente sobre el riesgo que representa un posible triunfo de la extrema derecha y, en ese contexto, ha declarado su apoyo al candidato del PT en el probable balotaje entre Haddad y Bolsonaro.

Algunos podrán cuestionar que el PT ha tenido en algunos momentos de su biografía ciertas actitudes anti-democráticas, como en el caso de compra de votos para aprobación de proyectos de ley, en el bullado caso del mensalão. Sin embargo, es evidente que el PT ha mostrado muchas más credenciales de situarse en el lado del campo democrático, muy diferente a todos los arrestos autoritarios y de apología de la tortura y violencia institucional que viene realizando el candidato de la ultra derecha.

En su análisis sobre la génesis del fascismo, Antonio Gramsci señalaba que, en momentos de transición de las sociedades, en periodos sombríos, grises, de indefiniciones, cuando lo viejo se ha desmoronado y lo nuevo no aparece con claridad en el horizonte, la emergencia de salvadores de estirpe autoritaria viene a llenar el espacio de ciudadanos en búsqueda de identidad y sentido. Personajes mesiánicos característicos del fascismo le entregan a esa masa amorfa un proyecto por el que hay que luchar. Ese destino común que muchas veces se define por lo más elemental y vulgar de las personas (la nación, la raza, la edad, el sexo) es invocado por el líder autoritario que construye en torno a estas identidades una causa común para enfrentar a los enemigos. Bolsonaro ha construido su discurso en torno a estas ideas básicas. Su desprecio por las prácticas democráticas y por la política, su combate a los avances en las políticas sociales, su machismo y su misoginia, su homofobia, su xenofobia, su ataque a las comunidades negras y a los pueblos originarios, ha conseguido crear una base de apoyo en las clases medias que se han sentido postergadas por las políticas de inclusión emprendidas por los sucesivos gobiernos del PT. Su base de apoyo se ha nutrido entre aquellos que no confían en las instituciones democráticas y que estarían dispuestos a cambiar las reglas de juego con tal de poder trabajar “tranquilos” y dedicarse a sus proyectos individuales.

La crisis permanente por la que atraviesa la sociedad brasileña ha contribuido a que sus habitantes se sientan hastiados por la violencia y el abandono, en medio de un cuadro de corrupción incesante. Como un navío a punto de naufragar, Brasil se debate contra las sombras de la incertidumbre y sus habitantes no vislumbran salidas viables. El fascismo se alimenta de este malestar y desazón generalizados.

Sin embargo, los periodos de crisis también representan momentos para replantearse la defensa de los valores civilizatorios que le posibilitan a las naciones sobrevivir a las tempestades. Por eso es urgente que las personas, organizaciones y conglomerados políticos que pertenecen al campo democrático realicen un esfuerzo por construir una agenda de futuro, que se situé más allá de un mero arreglo instrumental de corto plazo y que consiga no solo derrotar al fascismo en la segunda vuelta electoral, sino que además permita edificar un pacto de gobernabilidad en el cual el respeto de la libertad de opinión, de reunión, de participación, de información, la tolerancia a los otros, a lo diferente y a la diversidad se constituyan en valores irrenunciables para la gran mayoría de los ciudadanos de ese país. Solo a través de un renovado pacto social democrático se generarán las condiciones necesarias para que los fantasmas del fascismo sean erradicados definitivamente del imaginario político de quienes consideran que la salida de la crisis requiere más autoritarismo, más censura y más violencia.

terça-feira, 2 de outubro de 2018

El fenómeno del cowangry en la nueva política

Jorge Majfud
ALAI

Una de las interpretaciones más sólidas, casi una obviedad, tanto en los sociólogos de izquierda como de derecha, es la lectura marxista de la realidad donde los procesos materiales, como la economía y la producción, influyen de manera decisiva en los procesos psicológicos, morales, políticos, ideológicos y culturales. La reinstauración de la esclavitud en Texas a mediados del siglo XIX, debido al reemplazo de la lana por el algodón en Europa, su abolición legal, unas décadas después, por la nueva industrialización en los estados del norte de Estados Unidos, el ingreso de la mujer a las fábricas y tantos otros fenómenos no podrían explicarse sin este factor.

Pero la realidad es siempre más compleja de lo que quisiéramos. En su pluri dimensionalidad, otros, como Max Weber e, incluso, varios pensadores marxistas del siglo XX (Gramsci, Althusser) analizaron cómo esta avenida es de ida y vuelta: los procesos culturales también influyen decisivamente en el resto de la realidad, incluida la economía, el poder militar, etc.

Por estas razones, por esta tradición analítica tan largamente estudiada y elaborada, resulta casi una herejía imaginar siquiera que una realidad social puede estar definida por procesos puramente psicológicos, como la angustia, la frustración, la rabia, la depresión, tal como observamos actualmente en, al menos, medio planeta. Uno siempre tiende a pensar que esas expresiones no son más que eso, expresiones, síntomas, consecuencias, y que las causas están en otro lado. Cuando echamos una mirada a la base material de la sociedad, enseguida vemos lo más obvio, una realidad que nadie puede negar sin contradecir la mayoría de los datos: el radical desbalance entre quienes trabajan o simplemente sobreviven y quienes acaparan la mayoría de los frutos de una sociedad y una civilización que ha sufrido mucho para llegar al grado de progreso científico, tecnológico y social a la que ha llegado y que, de repente, parece al borde de un colapso, tanto social como ecológico.

Esas razones infraestructurales son innegables. No obstante, podemos hacer un esfuerzo para enfocarnos en la cultura de las últimas décadas y tratar de explicar los nuevos fenómenos, como el regreso del orgullo fascista, apenas un siglo después de que comenzara a producir las dos mayores guerras mundiales que el centro del poder, del desarrollo, sufrió en la Era Moderna (si no contamos los silenciados holocaustos de los pueblos colonizados).

Sin tiempo (ni histórico ni personal) como para hacer un análisis basado en datos duros, no me queda más remedio que especular con algunas observaciones y una hipótesis. Me refiero al factor psicológico que ha invadido la dinámica social. Como ya propusimos hace unos años, este factor se ha magnificado con el fenómeno de las redes sociales y las nuevas tecnológicas del anonimato o de la identificación a distancia, creando un individuo o una característica personal que podríamos llamar cowangry. Por múltiples razones, el neologismo en inglés no puede ser traducido sin debilitarlo.

Cowangry podría ser la clara mezcla de cobardía (cowardice) y rabia (anger) y, al mismo tiempo, ilustrarse con la rabia vacuna (angry cow), esos pobres animales que se ordeñan cada día, que rara vez se rebelan y, cuando se rebelan, sus patadas son tan inefectivas e intrascendentes que no tienen otro efecto que una soga más firme entre las patas.

Este elemento psicológico siempre existió, pero estuvo controlado por un mínimo sentido de la responsabilidad, esa misma que hasta hoy muestran dos personas que piensan diferente, pero se encuentran cara a cara y se imponen ciertos límites, propios de seres civilizados. Sin ese elemento de responsabilidad social en las redes sociales, el cowangry se reprodujo en los últimos años de forma exponencial. Pero su efecto no se limitó a los espacios virtuales.

El antiguo sistema de democracia representativa, donde los individuos expresan sus opiniones a través del voto, se parece increíblemente al sistema de las redes sociales donde cada individuo, anónimo o identificado, actúa impune o protegido por la plena distancia. De igual forma, la conciencia de que su opinión o posición política y social tiene un efecto mínimo, infinitesimal, a la hora de votar, su reacción debe ser lo más extrema posible para compensar o mitigar esa debilidad sumada a la frustración que produce no solo la realidad económica sino sus mismos intentos vanos de agresión personal.

Cuando el cowangry vota en el sistema tradicional, no solo siente la frustración de la desigualdad económica que ama, sino también la ineficiencia o la debilidad de su voz, por lo que necesita apoyar a candidatos que expresen toda esa rabia tribal prometiendo palo y metralla con los que no están de acuerdo. Considerando que la izquierda se feminizó en la segunda mitad del siglo XX (anticolonialismo, feminismo, derechos de homosexuales y lesbianas, comprensión hacia los pobres, hacia los perdedores, etc.), que la derecha se mantuvo en el poder mundial pudiendo recurrir a un nivel todavía racional, frío, calculado, dulcemente propagandístico (Coca-Cola, la chispa de la vida), ahora la opción del cowangry no podía ser otra que la derecha fascista, nacionalista, machista, tribal; la del ganador que percibe que ya no lo es o ha dejado de ser el colonizador, el semental (“estamos asistiendo al genocidio de la raza blanca”), la del macho encolerizado después que la borrachera abandona el clímax de la euforia.

En cualquier caso, es una postura extrema pero aun así vaciada del valor real de los verdaderos activistas sociales. El compromiso del cowangry es frágil, precario, puede desaparecer con un solo click, como el mismo individuo con sus múltiples identidades (definición clásica del maniático), todo lo cual nunca elimina su frustración sino que, por el contrario, la amplifica y la potencia para un retorno aún más virulento e igualmente inefectivo.

Hasta que el cowangry vota por un candidato que promete cambiar los argumentos racionales por unos insultos y unos cuantos balazos (Trump, Bolsonaro, y un largo etcétera), no para resolver los problemas del país, de la sociedad, sino para vengarse de todos aquellos que opinan, piensan o sienten diferente al cowangry. El cowangry está dispuesto a empobrecerse, a morirse de hambre si es necesario, pero nunca a perder en una disputa dialéctica, ideológica.

El cowangry es un fenómeno psicológico que ha desplazado la sociología, pero que, de durar en el tiempo, se convertirá en una característica cultural que definirá una época. Lo que, desde un punto de vista social y político, significa que apenas se agote la droga de la extrema derecha se podría pasar, luego de un retorno de la moderación, a una extrema izquierda tan visceral como la derecha, no racional, como forma de recuperar la necesidad que el cowangry siente por patear la mesa, no porque el mundo sea injusto, sino porque prefiere sufrir cualquier tipo de injusticia antes que ser dialéctica y psicológicamente derrotado por el adversario que, generalmente, aunque no siempre, es otro cowangry.

Así como la mentalidad de la iglesia que se absorbe desde pequeños (creer es prueba de la verdad) o la del estadio de fútbol (la pasión es prueba de que tengo razón) se traslada a la política con efectos catastróficos, confundiendo morrones con jalapeños, así esta batalla traslada sus dimensiones puramente psicológicas a la sociedad toda –empezando por las antiguas urnas. El espectáculo se parece mucho al brote de lo que se conoció como vaca loca (mad cow) que, como un mal augurio, asustó al mundo en los años 90. Cowangry es la furia del cobarde, la furia de la vaca, la cow-angry.

quinta-feira, 20 de setembro de 2018

Un nuevo eje autoritario requiere un frente progresista internacional

Bernie Sanders
The Guardian

Bernie Sanders hace un llamamiento global a la reacción contra la regresión en muchos países hacia una nueva derecha nacionalista

Se está llevando a cabo una lucha global que traerá consecuencias importantísimas. Está en juego nada menos que el futuro del planeta, a nivel económico, social y medioambiental. En un momento de enorme desigualdad de riqueza y de ingresos, cuando el 1% de la población posee más riqueza que el 99% restante, estamos siendo testigos del ascenso de un nuevo eje autoritario.

Si bien estos regímenes tienen algunas diferencias, comparten ciertas similitudes claves: son hostiles hacia las normas democráticas, se enfrentan a la prensa independiente, son intolerantes con las minorías étnicas y religiosas, y creen que el gobierno debería beneficiar sus propios intereses económicos. Estos líderes también están profundamente conectados a una red de oligarcas multimillonarios que ven el mundo como su juguete económico.

Los que creemos en la democracia, los que creemos que un gobierno debe rendirle cuentas a su pueblo, tenemos que comprender la magnitud de este desafío si de verdad queremos enfrentarnos a él. A estas alturas, tiene que quedar claro que Donald Trump y el movimiento de derechas que lo respalda no es un fenómeno único de los Estados Unidos. En todo el mundo, en Europa, en Rusia, en Oriente Medio, en Asia y en otros sitios estamos viendo movimientos liderados por demagogos que explotan los miedos, los prejuicios y los reclamos de la gente para llegar al poder y aferrarse a él.

Esta tendencia desde luego no comenzó con Trump, pero no cabe duda de que los líderes autoritarios del mundo se han inspirado en el hecho de que el líder de la democracia más antigua y más poderosa parece encantado de destruir normas democráticas. Hace tres años, quién hubiera imaginado que Estados Unidos se plantaría neutral ante un conflicto entre Canadá, nuestro vecino democrático y segundo socio comercial, y Arabia Saudí, una monarquía y estado clientelar que trata a sus mujeres como ciudadanas de tercera clase? También es difícil de imaginar que el gobierno de Netanyahu de Israel hubiera aprobado la reciente "ley de Nación Estado", que básicamente denomina como ciudadanos de segunda clase a los residentes de Israel no judíos, si Benjamin Netanyahu no supiera que tiene el respaldo de Trump.

Todo esto no es exactamente un secreto. Mientras Estados Unidos continúa alejándose cada vez más de sus aliados democráticos de toda la vida, el embajador de Estados Unidos en Alemania hace poco dejó en claro el apoyo del gobierno de Trump a los partidos de extrema derecha de Europa. Además de la hostilidad de Trump hacia las instituciones democráticas, tenemos un presidente multimillonario que, de una forma sin precedentes, ha integrado descaradamente sus propios intereses económicos y los de sus socios a las políticas de gobierno.

Otros estados autoritarios están mucho más adelantados en este proceso cleptocrático. En Rusia, es imposible saber dónde acaban las decisiones de gobierno y dónde comienzan los intereses de Vladimir Putin y su círculo de oligarcas. Ellos operan como una unidad. De igual forma, en Arabia Saudí no existe un debate sobre la separación de intereses porque los recursos naturales del país, valorados en miles de billones de dólares, le pertenecen a la familia real saudita. En Hungría, el líder autoritario de extrema derecha, Viktor Orbán, es un aliado declarado de Putin. En China, el pequeño círculo liderado por Xi Jinping ha acumulado cada vez más poder, por un lado con una política interna que ataca las libertades políticas, y por otro con una política exterior que promueve una versión autoritaria del capitalismo.

Debemos comprender que estos autoritarios son parte de un frente común. Están en contacto entre ellos, comparten estrategias y, en algunos casos de movimientos de derecha europeos y estadounidenses, incluso comparten inversores. Por ejemplo, la familia Mercer, que financia a la tristemente famosa Cambridge Analytica, ha apoyado a Trump y a Breitbart News, que opera en Europa, Estados Unidos e Israel, para avanzar con la misma agenda anti-inmigrantes y anti-musulmana. El megadonante republicano Sheldon Adelson aporta generosamente a causas de derecha tanto en Estados Unidos como en Israel, promoviendo una agenda compartida de intolerancia y conservadurismo en ambos países.

Sin embargo, la verdad es que para oponernos de forma efectiva al autoritarismo de derecha, no podemos simplemente volver al fallido status quo de las últimas décadas. Hoy en Estados Unidos, y en muchos otros países del mundo, las personas trabajan cada vez más horas por sueldos estancados, y les preocupa que sus hijos tengan una calidad de vida peor que la ellos.

Nuestro deber es luchar por un futuro en el que las nuevas tecnologías y la innovación trabajen para beneficiar a todo el mundo, no solo a unos pocos. No es aceptable que el 1% de la población mundial posea la mitad de las riquezas del planeta, mientras el 70% de la población en edad trabajadora solo tiene el 2,7% de la riqueza global. Los gobiernos del mundo deben unirse para acabar con la ridiculez de los ricos y las corporaciones multinacionales que acumulan casi 18 billones de euros en cuentas en paraísos fiscales para evitar pagar impuestos justos y luego les exigen a sus respectivos gobiernos que impongan una agenda de austeridad a las familias trabajadoras.

No es aceptable que la industria de los combustibles fósiles siga teniendo enormes ingresos mientras las emisiones de carbón destruyen el planeta en el que vivirán nuestros hijos y nietos. No es aceptable que un puñado de gigantes corporaciones de medios de comunicación multinacionales, propiedad de pequeño grupo de multimillonarios, en gran parte controle el flujo de información del planeta. No es aceptable que las políticas comerciales que benefician a las multinacionales y perjudican a la clase trabajadora de todo el mundo sean escritas en secreto. No es aceptable que, ya lejos de la Guerra Fría, los países del mundo gasten más de un billón de euros al año en armas de destrucción masiva, mientras millones de niños mueren de enfermedades fácilmente tratables.

Para poder luchar de forma efectiva contra el ascenso de este eje autoritario internacional, necesitamos un movimiento progresista internacional que se movilice tras la visión de una prosperidad compartida, de seguridad y dignidad para todos, que combata la gran desigualdad en el mundo, no sólo económica sino de poder político. Este movimiento debe estar dispuesto a pensar de forma creativa y audaz sobre el mundo que queremos lograr. Mientras el eje autoritario está derribando el orden global posterior a la Segunda Guerra Mundial, ya que lo ven como una limitación a su acceso al poder y a la riqueza, no es suficiente que nosotros simplemente defendamos el orden que existe actualmente.

Debemos examinar honestamente cómo ese orden ha fracasado en cumplir muchas de sus promesas y cómo los autoritarios han explotado hábilmente esos fracasos para construir más apoyo para sus intereses. Debemos aprovechar la oportunidad para reconceptualizar un orden realmente progresista basado en la solidaridad, un orden que reconozca que cada persona del planeta es parte de la humanidad, que todos queremos que nuestros hijos crezcan sanos, que tengan educación, un trabajo decente, que beban agua limpia, respiren aire limpio y vivan en paz.

Nuestro deber es acercarnos a aquellos en cada rincón del mundo que comparten estos valores y que están luchando por un mundo mejor. En una era de rebosante riqueza y tecnología, tenemos el potencial de generar una vida decente para todos. Nuestro deber es construir una humanidad común y hacer todo lo que podamos para oponernos a las fuerzas, ya sean de gobiernos o de corporaciones, que intentan dividirnos y ponernos unos contra otros. Sabemos que estas fuerzas trabajan unidas, sin fronteras. Nosotros debemos hacer lo mismo.

quarta-feira, 12 de setembro de 2018

Karl Marx: Ilusión y grandeza

Peter E. Gordon
El Cultural

“Si hay algo seguro”, declaró Marx en una ocasión, “es que yo no soy marxista”. Este comentario, citado a menudo, rara vez se comprende con la profundidad necesaria. Por lo general, los intelectuales del siglo XX y los ideólogos de partido que se calificaban orgullosamente a sí mismos de marxistas tenían claro en qué consistía su doctrina. Tal como ellos lo concebían, el marxismo era una teoría de la sociedad que apartaba el velo mistificador del capitalismo para revelar la explotación económica que constituye su esencia. El sistema marxista auguraba una noción estimulante y universal de la historia que presentaba la lucha de clases como el motor último del cambio. Más aún, funcionaba como el nombre moderno de un sueño antiguo: el de acabar con la ausencia de libertad y hacer realidad las palabras del viejo profeta que hablaban de “enjugar las lágrimas de todos los rostros”.

Esta concepción del marxismo fue la que Isaiah Berlin atribuyó a su fundador cuando dijo de Marx que “el suyo era un sistema intelectual cerrado. Todo lo que entraba en él se amoldaba a la fuerza a un patrón prefijado”. Sin lugar a dudas, la afirmación es verdadera en lo que se refiere al denominado “materialismo dialéctico”, que se convirtió en la ortodoxia doctrinal en la Unión Soviética y sus Estados satélites. Recelosos de todos los herejes hasta el punto de borrar sus rostros de la historia, los líderes comunistas del bloque del Este tenían poca paciencia para las finuras de la especulación filosófica.

Desde su punto de vista, el marxismo no era una interpretación de la sociedad, sino una ciencia objetiva, fijada en sus leyes y determinista en su teoría del cambio histórico. Como muestra podían citar a Engels, compañero de Marx, el cual, en el discurso que pronunció en 1883 al pie de la tumba de su amigo, afirmó que “al igual que Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana”. Dejando aparte el hecho de que el darwinismo es antideterminista, despojar al marxismo de su supuesta condición de ciencia natural no ha sido tarea fácil. Allí donde sirvió como justificación de los regímenes de partido único, el sistema marxista se convirtió en un garrote contra los enemigos cuyas opiniones eran declaradas objetivamente falsas. Sin embargo, en el pensamiento de Marx el hombre había bastante más improvisación que en las ideologías oficiales que tomaron prestado su nombre.

Karl Marx: Ilusión y grandeza, del historiador británico Gareth Stedman Jones (1942), posee numerosas virtudes, entre ellas su elegante estilo narrativo, que guiará incluso a los lectores no familiarizados con la historia del XIX a través de las controversias políticas de la época. Stedman Jones, un apasionado conocedor de la historia intelectual que transmite con maestría los temas de la filosofía y la economía a partir de los cuales Marx forjó sus ideas, ha escrito la biografía definitiva del pensador alemán.

El Marx de Stedman Jones es un hombre receptivo al universo político y capaz de cambiar de parecer, a veces de manera espectacular. El Marx que más tarde se convirtió en leyenda era (en palabras de Stedman Jones) “un patriarca legislador intimidante, un pensador de despiadada coherencia con una visión asombrosa del futuro”. Sin embargo, aunque este era el héroe que más adelante se esculpiría en piedra, no era el personaje histórico. En su afán por hacernos distinguir entre el individuo y la ideología, el autor llama a su protagonista “Karl”, una caprichosa estratagema que lo rescata del “marxismo”.

Karl nació en la ciudad renana de Tréveris en 1818, durante una época de reacción. Los recuerdos de la Revolución francesa, no obstante, seguían vivos. Heinrich, padre de Karl, abogado y judío por bautismo, era conocido por cantar la Marsellesa en el club local. A su hijo, de ideas más radicales, le exasperaba la política conservadora del Gobierno prusiano, y en su época de estudiante en Berlín se afilió al círculo radical de los hegelianos de izquierdas. Karl fue colaborador de Rhenische Zeitung, un periódico liberal, y huyó de Renania cuando los censores del Gobierno obligaron a cerrar la publicación. Tras los levantamientos de 1848, se instaló en Londres con su familia. Allí escribió amargos ensayos sobre el fracaso de la revolución de mediados de siglo y el inesperado ascenso de Luis Napoleón.

El historiador Stedman Jones, un apasionado conocedor de la historia intelectual, ha escrito la biografía definitiva de Marx Stedman Jones no siempre simpatiza con su protagonista. Le achaca “miopía política” en su manera de entender los hechos de 1848, y su irritación aflora cuando Karl reinterpreta luchas específicas de la historia como una gran batalla entre el proletariado y la burguesía. Con todo, reconoce que ni siquiera un retrato de Marx que haga justicia a la historia puede imputar sus ideas únicamente al pasado. “Karl no fue solo producto de la cultura en la que nació”, insiste el autor; también estaba “decidido a dejar su impronta en el mundo”. La lectura de antiguas teorías siempre puede brindarnos nuevas enseñanzas. Hace una generación los especialistas todavía se sen-tían agobiados por la cuestión de si Marx tuvo alguna responsabilidad en los crímenes de Stalin. Si bien esta pregunta ya ha dejado de ser acuciante, el debate sobre la globalización ha sacado a relucir nuevos interrogantes. ¿Tuvo en cuenta Marx las diferencias en el tiempo y en el espacio? ¿Puede ser redimido de su soberbia universalista?

En sus escritos tempranos y hasta bien entrada la década de 1860, Marx postuló una teoría de la historia que ensalzaba los logros heroicos de la burguesía como agente colectivo del cambio global. Argumentaba que antes de que el proletariado pudiese convertirse en una clase madura y llegar a ser verdaderamente consciente de su tarea revolucionaria, era necesario que el capitalismo modernizase el mundo a fondo. Todo vestigio del feudalismo se disolvería; se desecharían las costumbres y las tradiciones locales, y la producción industrial se dispararía, condensando las dos clases supervivientes en grupos radicalmente opuestos antes de la crisis final del capitalismo.

Esta teoría implicaba cierta inevitabilidad de los procesos acumulativos de cambio histórico. También dejaba poco margen a la posibilidad de una revolución independiente en las zonas menos desarrolladas del planeta, en Oriente o en los territorios más lejanos de los imperios de Europa. El universalismo de Marx tuvo su expresión clásica en el Manifiesto comunista, que declaraba que todos los países debían someterse a las fuerzas de la modernidad burguesa “so pena de extinción”. En otro escrito, Marx celebraba la introducción de la máquina de vapor en India y la consiguiente disolución del arcaico “sistema de aldeas”. Y en el primer volumen de El capital, que concluyó en 1867, seguía reservando especial desprecio por lo que denominaba las “anticuadas formas de producción asiáticas”, a las que condenaba como síntoma de un despotismo que debía ser barrido en el camino hacia la revolución.

Después de 1870, Marx aflojó su rigidez, en parte debido a que el fracaso de la Comuna de París lo desalentó en sus expectativas de una revolución comunista en Occidente. Este cambio de perspectiva abrió la posibilidad de una revolución en Rusia y el mundo no europeo. En 1881 respondía a una pregunta de Vera Zasulich, una aristócrata y revolucionaria rusa exiliada en Ginebra, para que explicase sus ideas sobre las comunidades de aldea rusas. Aunque Marx seguía insistiendo en que el aislamiento de la comunidad de aldea era un punto débil, admitía que la inevitabilidad histórica que en el pasado había advertido en el proceso de industrialización “se limitaba a los países de Europa occidental”.

Posiblemente los historiadores del marxismo discreparán en cuanto a la trascendencia de estos cambios. Algunos los considerarán una retirada fruto del deseo desesperado de encontrar la revolución en los lugares menos receptivos. Desde el punto de vista de Stedman Jones, sin embargo, indican un cambio de opinión tardío en el que Marx abandonaba la ilusión de una única vía histórica y abría los ojos a una de las grandes enseñanzas del romanticismo europeo. En sus últimos estudios sobre la vida comunal en la época medieval acabó viendo la posibilidad de nuevos caminos hacia el futuro que no se ajustasen al modelo de la burguesía de Europa occidental.

Un año antes de su muerte y ya gravemente enfermo, escribió junto con Engels un breve prefacio a la edición rusa del Manifiesto. En él contemplaban la posibilidad de que el sistema de propiedad comunal de las aldeas rusas pudiese servir como “punto de partida de una evolución comunista”. Tres décadas y media después, los bolcheviques tomaron el poder en Rusia, y hacia finales de la década de 1920, el Gobierno puso en marcha su brutal colectivización de la agricultura. Al igual que todos los legados intelectuales, la obra de Marx sigue abierta a nuevas interpretaciones, pero parece claro que Marx jamás habría tolerado las atrocidades cometidas en su nombre.

segunda-feira, 10 de setembro de 2018

Imaginar para não desanimar

Cândido Grzybowski
Ibase

Tenho me preocupado com quem já desistiu, com quem já não acredita na política. Pelas estatísticas, o grupo da cidadania que, neste sentido, está desalentado, dado seu tamanho, tem o poder de definir a disputa eleitoral. Não sabemos muito quem compõe este grupo, suas idades, histórias pessoais e sociais, seus sonhos e desejos, os motivos de seu descrédito com o voto e os políticos. Não votar é também uma decisão, um ato de cidadania por assim dizer. Mas que cidadania? Como influir na vida coletiva não votando ou anulando o voto?

Com tais preocupações, tenho assistido a maçante campanha eleitoral pela televisão. De fato, ela em nada ajuda. É, em si mesmo, um tônico de desalento para a participação, algo vital em qualquer democracia, mesmo naquelas em frangalhos como a nossa. Como não desanimar? Até agora, além da prisão do Lula e da novela de sua candidatura – que incomoda e faz muita gente pensar no que está acontecendo em nosso país – o fato politicamente relevante e impactante é o atentado violento contra o candidato Bolsonaro, algo intrinsecamente inaceitável de um ponto de vista humanitário e de cidadania numa democracia que se preze. Mas vale um lembrete ao próprio candidato: será que a intolerância com a diversidade, a liberação do uso de armas e a truculência da repressão violenta podem impedir atos assim no futuro?

Em todo caso, minha questão é sobre os caminhos que temos ou podemos imaginar pela frente. Como um convicto sobre o método democrático de construção de melhores mundos, em minha trincheira de resistência como ativista no atual contexto, reconheço que as idéias estão fora do lugar. A falta de horizontes e de esperança tende a ser maior do que aquele envolvente imaginário mobilizador, que dá força para resistir pacificamente a tudo e para esperar a hora de avançar como cidadania militante, juntando-nos e criando movimentos cívicos irresistíveis. Já soubemos fazer isto na resistência à ditadura e na busca da Anistia, nas “Diretas Já”, no impeachment do Collor, na Ação da Cidadania Contra a Fome, a Miséria e pela Vida, no Fórum Social Mundial, nas grandes escolas de cidadania ativa que foram as dezenas de Conferências Nacionais, entre tantas coisas memoráveis.

Como faz 30 anos do assassinato de Chico Mendes e da aprovação da Constituição de 1988, tenho pensando como, hoje, vivemos nossas contradições cotidianas de avanços e recuos, uma verdadeira tragédia coletiva, onde um passo para frente é sempre seguido de um para trás ou, ao menos, para outro lado. Como o desânimo é uma renúncia e, num certo modo, o caminho para a morte, o jeito é resistir. Mas como resistir sem desanimar? Ou, de outro modo, como resistir estrategicamente, por mais difícil que seja? Primeiro, precisamos nos convencer que a história não acabou. O que aconteceu é passado. Está, como nos ensina a filosofia indígena, lá na frente e não volta. O que vem está ainda por chegar, pois, como um rio, vem de trás do ponto onde estamos, daquele lugar que a gente menos olha. Não está decidido se será melhor ou pior, pois é algo passível de nossa ação, de nosso preparo para enfrentar o que vier com as lições do passado e com novos imaginários e desejos. Afinal, ação humana histórica é uma combinação de por circunstâncias e vontades coletivas combinadas. O que vem pode ser feito e conduzido.

Assim, não adianta buscar luz de onde ela não virá: da campanha eleitoral e sua farsa. Para encontrar a luz precisamos discutir, discutir, discutir e muito. O futuro está em nossas mãos, mas precisamos juntá-las, fazer uma corrente. Uma corrente de pensamento, de idéias, e de vontade. Precisamos costurar um sistema de vasos comunicantes entre as nossas trincheiras de resistência em diferentes lugares públicos, territórios de cidadania, espaços de reflexão e ação da cidadania em movimento. Parece difícil? Sem dúvida! Então, o que fazer?

Bem, eu escrevo. Me conecto a 10, 20, 30 pessoas, sei lá. Outras e outros fazem o mesmo. Mas, acima disto, temos o nosso cotidiano na casa, no trabalho, nas ruas, nos bares. Há lugares melhores do que estes para se conectar a outras e outros, falar de nossas buscas e dúvidas, de construir coletivamente o como enfrentar as monumentais adversidades? Por sinal, a campanha eleitoral e os meios de comunicação querem nos imbecilizar. Precisamos aceitar isto? Penso que basta uma pequena pausa para refletir e dizer não. O “NÃO” é uma possibilidade. Não aquele do desalento, mas o que afirma ao negar. Aí entra a imaginação, aquela utopia mobilizadora, que faz acreditar. A história humana está cheia de exemplos de “nãos” virais para algo que parece impossível e que se transformam em “sins” de algum modo, de um limite e de uma afirmação ao mesmo tempo. Estamos diante de um momento assim. Podemos perder, faz parte da disputa eleitoral. Mas ao menos não desanimamos e afirmamos o que buscamos e com quem buscamos. A vitória sempre depende mais da gente do que de tudo mais.

terça-feira, 21 de agosto de 2018

Recordando el ocaso de la Primavera de Praga

Fernando de la Cuadra
ALAI

En estos días se cumplen 50 años desde que en agosto de 1968 la “Primavera de Praga” fue abortada a sangre y fuego por la irrupción de las columnas de tanques y tropas del Pacto de Varsovia, que procedieron a invadir a una “peligrosamente osada” Checoslovaquia. La imagen de los blindados recorriendo las calles de Praga quedaron inscritas en la historia de la humanidad como una gran ignominia que intentó acallar los anhelos de libertad y democracia de un país que buscaba construir un socialismo diferente, un “socialismo con rostro humano” -sin censura, con libertad de expresión- en el contexto de un mundo tensionado por el orden bipolar que asoló al planeta durante la post-guerra y que imponían los dos entes que hegemonizaban la llamada Guerra fría.

Es así que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética veían en los procesos de descolonización y en las luchas por la libertad de las naciones sometidas en el Tercer Mundo, una amenaza flagrante a sus deseos de dominio geopolítico en un planeta dividido por esa guerra no declarada entre un polo capitalista y un polo socialista “real”. En ese marco de conflagración inminente, cada una de las superpotencias intentaba mantener una parte del planeta bajo su esfera de influencia.

Por lo mismo, las posibilidades de construir un socialismo con otra cara y otros colores estaban vedadas en una Europa constreñida por la impronta polarizadora de la guerra fría. Con todas las salvedades y excepciones del caso, los golpes cívicos militares que asolaron a América Latina desde el año 1964- con la deposición de João Goulart en Brasil- solo vinieron a demostrar que la división del planeta entre dos zonas de influencia no permitía ninguna posibilidad para instaurar gobiernos con autonomía en relación a los principales contendores de ese conflicto no declarado.

La decisión férrea de mantener el control sobre una zona de influencia, significó que las tentativas de instaurar reformas democráticas iniciadas por el gobierno de Alexander Dubcek, con el apoyo mayoritario del pueblo checoslovaco, fueran vistas como un peligro inaceptable por Leonid Brézhnev y los burócratas del Kremlin. A pesar de haberse reunido solo 18 días antes para buscar una salida negociada a los arrestos libertarios del gobierno checoslovaco, la decisión de invadir ese país ya había sido tomada con mucha antelación por los países miembros del Pacto de Varsovia. La popularidad y el apoyo masivo del pueblo checo a la construcción de un socialismo con nuevo rostro, no fueron suficientes para disuadir a los soviéticos de los inevitables costos que tendría una intervención militar en ese país. El ajedrez geopolítico fue más fuerte y la izquierda democrática europea observó con estupor como una nación era sometida por la fuerza de las armas a seguir el camino trazado por aquellos jerarcas de Moscú que aún seguían encarnando los resabios de un Estalinismo que se recusaba a replegarse.

Tuvieron que pasar unos pocos años, para que, en 1973 desde el seno del Partido Comunista Italiano, su Secretario General Enrico Berlinguer, expusiera al mundo la tesis del “compromiso histórico”. Esta tesis que a partir de una inspiración gramsciana – Bloque histórico – propugnaba la conformación de una amplia alianza entre el conjunto de fuerzas que impulsaban las transformaciones estructurales necesarias e imprescindibles para avanzar hacia una mayor justicia social en cada país. Este pacto social se produciría por la convicción entre las fuerzas progresistas de la inevitabilidad de preparar el tejido unitario capaz de emprender los cambios a partir de un programa consensuado y pluralista que impulsara el saneamiento y la renovación democrática de toda la sociedad y del Estado.

Fue justamente a partir del intento abortado por el Golpe de 1973 de construir el socialismo por un camino democrático -la vía chilena– que Berlinguer reflexionó sobre las causas que llevaron al derrocamiento de la Unidad Popular, concluyendo que contar con una mayoría electoral y parlamentaria es condición necesaria, pero en ningún caso suficiente para emprender un programa de reformas que aspirasen a alterar las bases sobre las cuales se sustenta la dominación de las clases privilegiadas.

Con esta impronta, el Eurocomunismo vino a tomar distancia de los designios y mandatos emanados desde el PCUS y se planteó el desafío de transformar las condiciones socio-políticas, económicas y culturales de los países europeos que contaban con partidos comunistas relevantes a través de nuevas claves y estrategias políticas, que incluían la formación de consensos que ampliasen la base social de apoyo a las reformas que debían ser emprendidas.

En momentos en que una onda reaccionaria parece amenazar las democracias del mundo, la posibilidad de seguir apostando en una alternativa del tipo “compromiso histórico” o bloque por los cambios no deja de representar un horizonte deseable para las grandes mayorías que sufren las penurias de la precariedad, la exclusión y la miseria a la cual son sometidas cotidianamente.

Precisamente, el legado que nos deja la inspiradora experiencia checoslovaca después de 50 años de su violenta interrupción, se podría reflejar en la certidumbre de que todavía es posible pensar que, frente a la coerción de la libertad y el amordazamiento de la democracia, siempre va a existir la posibilidad de levantar, con irritante tozudez, las banderas de un socialismo democrático, pluralista e inclusivo que nos permita aspirar a edificar un mundo más justo, libre y solidario.

quinta-feira, 28 de junho de 2018

Ciudad abierta. Sobre ‘Construir y habitar: ética para la ciudad’, de Richard Sennett

Alejandro Hernández
Arquine

En su libro La ciudad antigua, publicado en 1864, Foustel de Coulanges explica que «ciudad [cité/civitas] y urbe [ville/urbs] no eran palabras sinónimas entre los antiguos. La ciudad era la asociación religiosa y política de las familias y de las tribus; la urbe era el lugar de reunión, el domicilio de esta asociación».

Construir y habitar: ética para la ciudad, es el más reciente libro escrito por Richard Sennett, sociólogo y escritor nacido en Chicago en 1943. Este libro es el último de la trilogía que inició con The Craftsman [El Artesano] y siguió con Together: The Rituals, Pleasures, and Politics of Cooperation [Juntos, rituales, placeres y política de cooperación]. Los tres libros de algún modo prolongan y critican las ideas de Hannah Arendt, quien fuera su maestra en la Universidad de Chicago. En el prólogo a El Artesano, Sennett explica cómo la diferencia que planteó Arendt entre el trabajo, como producción y transformación del mundo, y la acción, entendida como la causa sin la cual no existe la política y que, de algún modo, explora la división clásica entre la vita activa y la vita contemplativa, lo llevó a reflexionar sobre las maneras como el Homo faber –del que el artesano es ejemplo— piensa en tanto hace. También en ese prólogo, Sennett anunciaba que los siguientes dos libros de la serie estarían dedicados a guerreros y sacerdotes, el segundo, y al extranjero, el tercero. Y aunque sí publicó un libro con un par de ensayos titulado, justamente, El extranjero, el segundo tomo lo dedicó a los rituales, placeres y política de la cooperación, la que define como “Un intercambio en el cual los participantes se benefician del encuentro.” Si el artesano —que para Sennett incluye tanto al carpintero como al director de orquesta— es quien se dedica a hacer las cosas bien por el placer de hacerlas bien, la cooperación es la manera como el artesano es —o se hace— responsable, es decir, como él y su trabajo responden a los otros y a la comunidad y la ciudad —tema de la tercera entrega de la serie— el espacio —entendido, como veremos, tanto como espacio social como físico— donde esa comunidad se encuentra.

Sennett parte de la diferencia entre las mismas dos palabras que usa Foustel de Coulanges —a quien no menciona en su texto— usándolas en francés: cité y ville. “Al principio” —escribe— “sólo nombraban lo grande y lo pequeño: ville se refería a la ciudad en general, mientras que cité designaba un lugar en específico.” Ese uso se ha perdido, pero Sennett propone recuperarlo “puesto que describe una distinción básica: el entorno construido es una cosa, cómo la gente lo habita es otra.” Combinando lo que explicó Foustel de Coulanges sobre la diferencia entre civitas y urbs y lo que plantea Sennett de la cité y la ville, podemos decir que la segunda, la urbe, son las calles y el drenaje, así como el tráfico y las inundaciones causadas por la ineficiencia del segundo; en tanto que la primera, la ciudad, es todo el complejo social que empuja a miles de ciudadanos a desplazarse de su casa a su trabajo a la misma hora cada día o que los obliga a vivir en un lugar donde la infraestructura hidráulica es deficiente. La ciudad, dirá Sennett, es “un tipo de conciencia” que “también puede representar cómo la gente quiere vivir colectivamente.” Si la trilogía trata sobre el homo faber, sobre el artesano, primero, y la cooperación, después, el tercer tomo trata sobre el problema ético que se plantea en la relación entre la cité —que identifica como líquida, variable— y la ville —en principio sólida, estable— en las ciudades contemporáneas, lo que resulta en una pregunta fundamental: “¿debe el urbanismo representar a la sociedad tal cual es o buscar cambiarla?”

Para Sennett, parte de la respuesta está en concebir —parafraseando el título de la película de Roberto Rossellini— una ciudad abierta: “Éticamente, una ciudad abierta podría, por supuesto, tolerar las diferencias y promover la equidad, pero específicamente liberaría a la gente de la camisa de fuerza de lo fijo y lo familiar, creando un terreno en el que puedan experimentar y expandir su experiencia”. Para explicar algunas maneras como se intentó entender la cité, Sennett recurre a nombres como Engels o Balzac y Stendhal, mientras para contar cómo se construyó la ville —buscando de paso transformar la cité—, menciona a tres constructores de ciudades prácticamente contemporáneos: el Barón de Haussmann, quien transformó París a mediados del siglo XIX, Ildefonso Cerdà, quien además de inventar el término y los términos del urbanismo moderno hizo el plan para regular el crecimiento de Barcelona, y Frederick Law Olmsted, diseñador entre otros parques de Central Park, en Nueva York.



El primero embelleció la ville para mejor controlar la cité; el segundo, organizó a la ville buscando conseguir una mejor cité; el último, abrió un parque en la ville para construir una comunidad mayor en la cité. Al relato de las tensiones y acompañamientos entre la ville y la cité, Sennett suma a Heidegger, Levinas y Okakura Kakuzo, para hablar del otro como extraño, hermano o vecino; a los sociólogos de la Universidad de Chicago y al Le Corbusier del Plan Voisin como ejemplos, de nuevo, de las diferencias entre la cité y la ville; Moses contra Mumford y Jacobs, pero luego Mumford contra Jacobs. Pero también aparecen Mr. Sudhir, un vendedor de iPhones a buen precio y de dudosa procedencia en Nehru Place, en Bombay, como ejemplo de un conocimiento de la calle a ras de suelo para imaginar la ville que mejor acoge a esa cité; y Madame Q, ingeniera civil nacida en Shanghai y que fue parte de quienes empujaron el acelerado crecimiento de esa ciudad. “Destrucción creativa,” le llama Sennet a ese proceso, tomando la frase del economista Joseph Schumpeter: “el hecho esencial del capitalismo”. Pero esa ciudad de rapidísimo crecimiento resulta muy pronto obsoleta. El “crecimiento lento,” preconizado por Jacobs, “es sólo para los países ricos”.

Sennett también habla en este libro de caminantes y de flâneurs, de exiliados y de inmigrantes, cuya fuerza reside, dice, en asumir su desplazamiento. “¿Cómo puede esto servir de modelo a otros urbanitas?” Luego imagina cómo sería una ciudad si Mr Shudir, el vendedor de teléfonos de Nehru Place, tuviera el poder para diseñar una ciudad: “El ya ha adquirido las habilidades para habitar que no pueden enseñarse en las universidades: tiene calle [street-smart]; es capaz de orientarse en entornos que no conoce; sabe lidiar con extraños; es un inmigrante que ha aprendido las lecciones del desplazamiento”. En base a su propia experiencia, Mr Shudir, el constructor de ciudades, entendería, según Sennett, “la naturaleza incompleta de la forma construida” y “lo que pasa cuando las mismas formas se repiten bajo diferentes circunstancias”. Su ciudad no tendrá una imagen única, dominante, sino será el resultado de ensamblar muchas imágenes distintas de maneras diferentes, incluso divergentes, basándose en una estrategia con cinco características: sincrónica, puntuada, porosa, incompleta y múltiple. Tras explicar estos puntos, Sennett aborda el tema de la co-producción del entorno construido como una manera de acortar la brecha entre la ville, territorio del especialista, y la cité, espacio por definición compartido por todos. La responsabilidad ética del experto se entiende precisamente en el despliegue de todas las dimensiones de esa palabra: responsabilidad. Es decir, la capacidad de dar respuesta pero al mismo tiempo la obligación de responder al otro que nos interpela.

Sin responsabilidad no puede haber lo que Sennett califica como sociabilidad, que “aparece cuando los desconocidos [strangers] hacen algo productivo juntos. Sennett habla de otro imperativo ético que suma a esa forma más democrática y abierta de producir el entorno construido de la ciudad: la adaptación, que explica, a partir de la conciencia de los efectos que el cambio climático tiene, como opuesta a la mitigación. Esta busca la manera de, digamos, salirse con la suya, mientras la primera responde a las condiciones que encuentra —de nuevo: responsabilidad. Como el buen artesano, para quien un nudo en un pedazo de madera es una invitación a desarrollar sus habilidades junto con el potencial del material, en la construcción de ciudades, juntos, responder a las condiciones que nos encontramos produce mejores resultados. Parece obvio, pero recordemos que la tentación a la tabula rasa es una constante en el occidente moderno.

La urbe se construye, entonces, reconstruyéndose más que destruyéndose. Y la reconstrucción puede tener, también, de distintas intenciones. La restauración busca volver a un momento original, donde “el modelo rige sobre materiales, formas y funciones”. La reparación [remediation] busca que se vuelva a hacer lo que ya hacía, aunque su apariencia cambie: “los materiales se liberan pero hay una relación cercana entre forma y función.” En la reconfiguración, en cambio, se busca que lo que hay pueda hacer algo distinto a lo que hacía: los materiales se mantienen, pero la relación entre forma y función se distiende. La revolución, dirá Sennett, es la versión política de la reconfiguración: “La reconfiguración política no es una borradura del poder anterior, más bien es repensar cómo sus elementos se ajustan entre sí o no.” Al final estos planteamientos llevarán a Sennett a aclararnos cual es la conexión ética entre el urbanista y el urbanita: “practicar cierto tipo de modestia”. Esa es, nos dice, “la ética de una ciudad abierta”.

segunda-feira, 18 de junho de 2018

Símbolos e imaginários na vida coletiva

Cândido Grzybowski
Ibase

Há muito tempo venho pensando no poder dos símbolos e nos imaginários que eles evocam. Evidentemente, não se trata de uma qualidade do objeto em si, de sua forma, tamanho ou cor. Trata-se de uma qualidade social, de uma função simbólica atribuída ao objeto carregador do símbolo, uma construção sociocultural e política aceita ou implícita, tornada e vivida como uma espécie de convenção social. Claro, existem símbolos muito diversos, desde aqueles identitários, de pequenos grupos lutando pelo reconhecimento de sua existência e direito a uma identidade social, passando por movimentos e organizações sociais, partidos, religiões, povos e países, até símbolos com mensagens mais de caráter planetário como a cor branca e a pomba da paz, o vermelho e o X de proibido, o raio alaranjado como indicação de alto risco e muitos outros. Há uma permanente invenção de símbolos, uns emplacam, outros não. Num certo sentido, nos movemos cotidianamente guiados por eles. Todos são constructos socioculturais elaborados no dia a dia e ao longo da história, que viram força real quando reconhecidos e entendidos nas mensagens que carregam para os humanos a que se destinam. A força dos símbolos, em nossa sociedade capitalista, totalmente mercantilizada e de consumo de massa, está sendo privatizada e fortemente utilizada como marca e como marketing, como forma de vender algo, seja um produto, seja uma ideia ou apenas um símbolo de “status”.

O fato é que símbolos estão entranhados na gente de algum modo e sempre evocam algo. Eles sintetizam e condensam em si aquilo que foi construído, imposto ou aceito amplamente em alguma coletividade humana, maior ou menor, como sendo o que diz que é. Sua função é exatamente nos fazer dispensar de pensar e vivê-los como uma espécie de regra e ser parte de uma coletividade, como um senso comum. Entendemos os símbolos, aquela bandeira, imagem, logo, marca ou cor, e a mensagem que carregam. Podemos conviver com eles como “assim é porque é” ou ser indiferentes e até ser contra, mas sabemos o que significam e, sobretudo, as motivações que provocam em nós ao entrar em contato com eles de alguma forma.

Sei que nesta crônica estou entrando em uma seara que não é exatamente a minha prática cotidiana de intelectual e de ativista cidadão em prol de sociedades justas e radicalmente democráticas. Reconheço, porém, e afirmo que ela é mais importante do que parece num primeiro momento. Por isto, senti que não tenho outro caminho a trilhar neste clima de Copa do Mundo do Futebol. O futebol, em particular, mexe com a nossa identidade de povo brasileiro naquilo que temos de melhor, nossa fabulosa, vibrante e criativa diversidade nos esportes coletivos. Talvez, além da cultura e da língua, seja no futebol e na seleção da Copa quando melhor expressamos, dependemos, vivemos e torcemos pela genialidade da diversidade do que nos faz ser uma enorme coletividade, ocupando enorme território do Planeta Terra. Apesar de todas as contradições históricas em que fomos gerados e daquelas que vivemos dramaticamente no cotidiano, com muitas desigualdades e injustiças, exclusões sociais, racismo, machismo, violência e ódio até hoje, temos algo que nos une. Nada da esfera política, mas muito na esfera da sociedade civil onde se gestam e crescem os imaginários e os projetos de sociedade, de um povo entre muitos e diversos povos, todos importantes e tendo o direito a compartir o mesmo Planeta: a Copa do Mundo é, ao seu modo, parte da universidade para aprender a conviver planetariamente… pela disputa de iguais em um campeonato mundial de futebol.

As conjunturas em que acontecem as Copas do Mundo variam. E isto cria o “ambiente”, o momento histórico. As disputas geopolíticas mundiais de hoje não influenciam tão diretamente os jogos, pois os mastodontes governamentais têm um papel secundário no que os jovens e entusiastas jogadores fazem em campo. Mas, claro, influenciam de algum modo na escolha do país onde os jogos se realizam e, sobretudo, na apropriação política que fazem os governos anfitriões dos dividendos em termos de abertura, tolerância e imagem para o mundo.

Estou particularmente tentando entender como a Copa do Mundo e a nossa seleção de futebol estão sendo sentidas e vividas neste momento aqui no Brasil. Como sempre, podemos ganhar ou perder, pois isto só sabermos no decorrer dos jogos e como eles serão disputados. Falo das emoções e imagens que a Seleção evoca na gente como povo em geral, vitoriosa ou não. Não tenho dados, mas estimo em 70 a 80% a parcela da população ligada nos jogos, especialmente os do Brasil. Aí é que entram os símbolos e o título deste minha crônica. Ouso dizer que, de uma forma massiva, visível nas ruas, desta vez estamos ignorando nossos símbolos, como a cor verde amarela, a bandeira, a camiseta canarinho, para expressar nosso sentimento de adesão coletiva à emblemática seleção de futebol. Não acho que deixamos de torcer emocionalmente como sabemos expressar o quanto a Seleção é nossa. Deixamos de usar os símbolos. Podemos voltar a usá-los – até acho que isto vai acontecer – com o Brasil crescendo na Copa. Mas o fato é que a vibração com a seleção não está nas ruas, no modo de vestir das pessoas, na algazarra normal em épocas de Copa do Mundo, apesar de toda a publicidade na grande mídia e na inundação de produtos verdes e amarelos nas barracas de vendedores ambulantes. O que se passa?

Minha hipótese de analista político é que tivemos os símbolos apropriados e adulterados, não para expressar o que mal ou bem eram até recentemente, nossos símbolos de unidade nacional possível. Na radicalização política que estamos passando desde 2015, e que levaram ao golpe do impeachment, a bandeira brasileira, o verde e o amarelo e a camiseta da seleção se tornaram símbolos de uma parte de brasileiros apenas. Com isto, perderam a força de serem símbolos do coletivo nacional, com já foram em movimentos de cidadania como o “Diretas Já”. Isto poderia ser passageiro, forma de expressão de quem era, poderia ser ou aderiu a um projeto de nação identificado pelos golpistas, que perderam na eleição cidadã de 2014. O Governo Temer até adotou o lema “ordem e progresso” da bandeira nacional, que em pouco tempo se revelou desordem e retrocesso, desconstrução de direitos e até ameaças à frágil democracia conquistada 30 anos atrás. Como num “ambiente” nacional assim você pode usar a bandeira, as cores verde e amarelo e a camisa da seleção para torcer por aqui por algo que ainda nos une, dado o clima de ódio e intolerância presente no ar? Posso estar errado, mas acho que desta vez, mais do que no tempo da ditadura, nossos símbolos foram maculados, usurpados até. Afinal, ganhamos a Copa do Mundo de Futebol de 1970 e o regime não conseguiu emplacar como sua vitória, pois mesmo aqueles e aquelas a que ele se opunham vibraram e muito, até nas prisões de tortura e morte.

Como brasileiro de mais de 70 anos, de um modo o outro, vivi e vibrei as vitórias de 58, 62, 70, 94 e 2002. Sofri e muito com as derrotas, como a mais recente, de 2014, mas nunca culpei jogadores. Até no esporte temos estruturas autoritárias a atrapalhar e, às vezes, vencem a genialidade criativa dos jogadores. Sempre gostei do futebol e sempre achei que aí reside uma das fortalezas enraizadas no modo de ser brasileiro, que podem servir de cimento da nossa unidade na diversidade. Afinal, é de cultura que se trata, algo do mais nobre que inventamos como humanos. Sem dúvida, não é suficiente e também está permeada de racismos e exclusões. Mas por aí avançamos muito mais nesta nossa dramática história de epopeia grega, num mundo que teima em se globalizar cada vez mais. E, acredito, temos muito a dar para o mundo para uma civilização cidadã verdadeiramente planetária.

Bem, precisamos de símbolos e que anunciem mensagem não só de pertencimento, mas também de projetos de futuro. Uma urgente tarefa é resgatar nossos símbolos da captura feita na conjuntura política. A tarefa pode ser vista como fácil, dada a total perda de legitimidade e da total desaprovação do atual governo, o do “Brasil voltou 20 anos em dois”. Mas pode ser mais penosa do que parece. A tarefa é resgatar transformando. Afinal, precisamos de símbolos para um Brasil de soberania popular, não submisso às grandes corporações e aos donos do mundo de hoje. Como? Não sei! Nem tenho dicas por onde começamos. O certo é que ajuda muito se a seleção de futebol ganhar.

quinta-feira, 3 de maio de 2018

Mayo del 68: cuando París pidió lo imposible

Eva Cantón
El Periódico

Bajo el escenario idílico de una época de opulencia, la ciudad del Sena protagonizó una revuelta inédita contra el autoritarismo y la rigidez del poder

Al general De Gaulle, Francia se le escapa de las manos. Ha pasado una década desde que instauró la V República, casi tres desde que hizo en Londres su heroico llamamiento a la Resistencia frente a la ocupación nazi. Ahora tiene 77 años y está al frente de un país en plena mutación social que supera la barrera de los 50 millones de habitantes. Desde 1958, el gaullismo y el comunismo son los pilares de la política francesa.

Aparentemente, todo va bien. Como en muchos países industrializados, los franceses viven el periodo de mayor prosperidad económica desde la segunda guerra mundial, con altas tasas de crecimiento, pleno empleo y un nivel de vida aceptable. Pero Francia se aburre, según el célebre artículo publicado en 'Le Monde' el 15 de marzo de 1968 por Pierre Viansson-Ponté.

No hay solo tedio. La sociedad se ahoga. La generación del 'baby-boom' desconfía de las instituciones, abomina del autoritarismo, las jerarquías, las estrictas normas sociales, la moral conservadora. «Un universo cerrado, un universo bloqueado sin puertas ni ventanas. Un universo que solo entendía la relación de fuerza. Eso era entonces De Gaulle para nosotros», recuerda el escritor y cineasta Hervé Hamon en 'El espíritu de Mayo 68'.

Desigualdades

El poder adquisitivo aumenta, pero menos que las desigualdades. La educación se abre a los hijos de las emergentes clases medias, pero no a los de las capas populares. La Francia rural se hunde y empuja a los agricultores a emigrar a las ciudades, que nutren junto a inmigrantes argelinos, italianos, portugueses y españoles una nueva generación de obreros que trabaja en precario y a destajo.

La patronal rechaza cualquier tipo de negociación con los agentes sociales. Militar en un sindicato es una afrenta a la ley. El Gobierno reprime huelgas enviando al Ejército. El paro empieza a asomar la nariz y la inflación a comerse los sueldos. El esplendor de la industria del automóvil apenas oculta el declive del sector minero, textil o naval.

Un paisaje de chabolas se dibuja en torno a París. Cinco millones de franceses viven bajo el umbral de la pobreza. La prosperidad no llega a todo el mundo. «Solo unos cientos de miles de franceses no se aburren: parados, jóvenes sin empleo, pequeños agricultores aplastados por el progreso, víctimas de una competencia cada vez más dura, viejos abandonados más o menos por todos. Están tan absorbidos por sus problemas que no tienen tiempo de aburrirse, ni ánimo para manifestarse y revolverse», prosigue Viansson-Ponté. Dos meses después de este análisis, Francia estalla. Los estudiantes levantan barricadas y los obreros protagonizan la mayor huelga general de la historia del país.

La chispa de Nanterre

En realidad todo empieza antes. En los albores de los sesenta la efervescencia contra el autoritarismo es general. A partir de 1965 cristaliza en las protestas contra la guerra de Vietnam –librada en nombre de los peligros del comunismo– que nutren la agitación de los campus más allá de Estados Unidos. Estudiantes de todo el mundo cuestionan el imperialismo y la política de bloques surgida tras la segunda guerra mundial.

En Nanterre, en la periferia parisina, 142 estudiantes liderados por un joven libertario alemán llamado Daniel Cohn-Bendit ocupan la facultad para denunciar la existencia de listas negras de alumnos revolucionarios y reclamar la liberación de dos militantes del Comité Vietnam Nacional (CVN) acusados de haber roto los cristales de la American Express en una manifestación contra la guerra. Ocurrió el 22 de marzo de 1968.

Esa fecha da nombre al movimiento que, en opinión de la historiadora Michelle Zancarini-Fournel, puede considerarse «como la mecha que enciende el fuego» de los acontecimientos. Nanterre también reclama residencias universitarias mixtas y nuevos métodos pedagógicos.

Cerrada por la sucesión de incidentes, el 3 de mayo la contestación de Nanterre se traslada a la Sorbona y su rector recurre a la policía para desalojar a los ocupantes, que son reprimidos con fuerza. El balance, 600 detenidos y el inicio de una espiral de inusitada violencia.

Los enfrentamientos con las fuerzas del orden inflaman el barrio Latino de París que, en la noche del 11 al 12 de mayo, se convierte en el escenario de una batalla campal. A los gases lacrimógenos de los antidisturbios, los manifestantes responden con cócteles molotov. Se cuentan hasta sesenta barricadas, los ladrillos de piedra del pavimento se usan como arma arrojadiza. 'Bajo los adoquines, la playa' surge como uno de los eslóganes que destilan la utopía de un mundo mejor. Otro lema que cala está tomado de Herbert Marcuse: 'Seamos realistas, pidamos lo imposible'.

La cólera se extiende

Según los archivos policiales de la época, tras las barricadas hubo de todo: camareros, panaderos, trabajadores de banco, enfermeras. «No fue cosa solo de estudiantes, ni una veleidad de ‘niños de papá’ que querían ser burgueses. Había una diversidad sociológica que sustenta el proyecto político de 1968», analiza la historiadora Ludivine Bantigny en '1968. De grands soirs en petit matin'. «Son de generaciones diferentes, algunos habían empezado a militar en los años 50 contra la guerra de Argelia», apostilla el sociólogo Olivier Filieule, coordinador de una investigación sobre los militantes del 68.

La represión policial extiende la cólera a otras ciudades francesas, y a las fábricas. En solidaridad con los estudiantes, los sindicatos llaman a la huelga general el 13 de mayo y la movilización alcanza regiones sin tradición contestataria, superando los bastiones industriales. Siete millones de personas se suman a la mayor huelga de la historia del país. En Nantes, los trabajadores de Sud-Aviation ocupan la empresa y secuestran a su director. En Boulogne- Billancourt, los inmigrantes de Renault reclaman el derecho a la alfabetización.

«En los mítines se debaten modalidades de lucha, hay discusiones con estudiantes en la entrada de las factorías, con agricultores que van a vender su mercancía. Se aviva el sueño del poder de los obreros y de la autogestión. No se discute solo de una mejora salarial, sino que se denuncia la organización del trabajo», explica en la revista 'Politis' el profesor de historia de la Universidad de Borgoña Xavier Vigna. La política ha llegado a las fábricas.

Huelgas masivas


A mediados de mes, las huelgas masivas en Correos obligan al Gobierno a recurrir al Ejército del Aire. Los paros se extienden al sector público –los trenes de la SNCF, el metro, la cadena pública de radiotelevisión– mientras los agricultores bloquean carreteras con tractores y en cines, teatros y museos se cuestiona el concepto de cultura y se habla de llevar la imaginación al poder.

El viejo general no parece consciente de la gravedad de la situación. Cree que las manifestaciones son solo «un desmadre». Se trata de «un puñado de exaltados», dice el ministro de Educación, Alain Peyrefitte. A finales de mayo la contestación está en su apogeo y Francia paralizada, pero De Gaulle no altera su agenda.

Más conciliador, el primer ministro, George Pompidou, intenta calmar las cosas convocando a patronal y sindicatos en el Ministerio de Trabajo, en la calle de Grenelle. El 25 de mayo se llega a un acuerdo para subir el salario mínimo, reducir la jornada laboral y pagar los días de huelga. Pero las bases lo rechazan. Las factorías de Renault, Citroën y Sud Aviation retoman la huelga en toda Francia.

Durante unos días, la impotencia de un poder desorientado aviva las ilusiones revolucionarias. De Gaulle ha desaparecido. Más tarde se sabrá que viajó a Baden-Baden (Alemania) a consultar al general Massu y que estuvo tentado de abandonar.

Pero vuelve, como volvió de Londres tras la Liberación, y en un discurso igual de belicoso en el que alerta del «peligro totalitario», el 30 de mayo anuncia la disolución de la Asamblea Nacional y elecciones legislativas. Ese mismo día, medio millón de franceses desfilan en los Campos Elíseos para apoyar al gaullismo.

Insubordinación obrera

«Ese desfile es 'La internacional' contra 'La Marsellesa', el tricolor contra el rojo y el negro, la V de la victoria contra el puño en alto», dice la politóloga Emmanuel Loyer en 'L’événement 68'. Los sindicatos se pliegan a la solución electoral y trasladan a las empresas los 'Acuerdos de Grenelle'.

«La paradoja de la mayor huelga que ha conocido el país es que culmina con un resultado tibio que satisface a los asalariados pero no cambia en nada la organización del trabajo. Por eso Francia vivirá durante los años setenta una insubordinación obrera que amplía y radicaliza la contestación de la primavera de 1968», sostiene Xavier Vigna.

Y lo que es peor, añade el historiador, el Gobierno expulsa a unos 250 extranjeros, entre ellos a obreros españoles y portugueses a quienes les espera la prisión de las dictaduras de Franco y Salazar, mientras en Francia los instigadores de las huelgas son despedidos durante el verano.

A principios de junio, el orden público vuelve a verse amenazado tras la muerte de un joven maoísta de 17 años, Gilles Tautin, ahogado en el Sena cuando escapaba de una redada policial en las cercanías de una fábrica ocupada. De nuevo las barricadas, los coches incendiados y la violencia.

El Gobierno responde con un decreto de disolución de los grupos de extrema izquierda –troskistas, maoístas y anarquistas– a quienes responsabiliza de la revuelta. Ilegaliza el movimiento 22 de marzo y prohíbe las manifestaciones durante la campaña electoral. El 30 de junio, el gaullismo y sus aliados arrasan en las legislativas y logran la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional.

«No fue una revolución, porque el poder siguió en su sitio, pero sí tuvo una repercusión revolucionaria en el plano de las costumbres. Sus consecuencias llegan hasta nuestros días», resalta Olivier Filieule. El 68 fue también el «año cero de la liberación de la mujer», en palabras de la socióloga Christine Fauré, de una segunda ola feminista tras la de principios del siglo XX. Aunque en el mayo francés, las mujeres no juegan ningún papel político.

En Francia, muchos analistas consideran que la fisura abierta por el gaullismo perdura hasta la llegada al Elíseo del socialista François Mitterrand en 1981.

¿Fue una fiebre estudiantil o un movimiento social? ¿Una protesta política o una revolución cultural? ¿Una crítica saludable de la autoridad o la aparición del individualismo? Desde hace 50 años, Mayo del 68 alimenta un apasionado debate intelectual y político. Para mitificarlo, defenderlo o denostarlo.

Nicolas Sarkozy lo vio como el germen de las derivas del capitalismo financiero y la pérdida de respeto por la autoridad. Emmanuel Macron, que ha optado por no hacer una conmemoración oficial del cincuentenario, decía hace tres años lo siguiente en la revista 'Le 1': «El error de muchos fue dejarse intimidar por la brutalidad del momento, aceptar no decir y no actuar».

«No fue un rechazo de la sociedad industrial sino una revelación de los nuevos conflictos que genera. Las luchas sociales, el conflicto de intereses no aparecen solo en las fábricas, sino en todos los sitios donde la sociedad pretende transformarse», escribe en 'El movimiento de mayo' el sociólogo Alain Touraine, profesor en la Universidad de Nanterre el año de la revuelta.

Para otro testigo de los acontecimientos, el filósofo Edgar Morin, Mayo del 68 fue «una brecha en la línea de flotación del orden social por la que se colaron valores, aspiraciones, ideas nuevas que querían transformar profundamente nuestra civilización». «Nada cambia y todo cambia. El orden político, social y económico se restablece en junio, pero se desencadena un proceso que alterará el espíritu del tiempo», relata en 'L’Obs'. «Fue un éxtasis de la historia».

sexta-feira, 27 de abril de 2018

Populismo de izquierda en el Reino Unido

Chantal Mouffe
Página 12

La crisis de la socialdemocracia europea está confirmada. Después de los fracasos de Pasok en Grecia, del PvdA en los Países Bajos, del PSOE en España, del SPÖ en Austria, del SPD Alemania y del PS en Francia, el PD viene de obtener el peor resultado de su historia en Italia. La única excepción a este desastroso panorama se encuentra en Gran Bretaña, donde el Partido Laborista, dirigido por Jeremy Corbyn, está en pleno crecimiento. Con casi 600 mil afiliados, el Laborismo es hoy el mayor partido de izquierda en Europa.

¿Cómo hizo Corbyn, quien sorpresivamente fue elegido como líder del partido en 2015, para lograr esta proeza?

Después de un intento de desplazarlo por parte de la derecha del partido en 2016, el momento decisivo en la consolidación de su liderazgo fue el fuerte crecimiento del Partido Laborista en las elecciones de junio de 2017. Mientras los sondeos les daban a los conservadores una ventaja de 20 puntos, el Partido Laborista ganó 32 escaños, logrando que los tories perdieran la mayoría absoluta. La estrategia desarrollada en esas elecciones es la clave del éxito de Corbyn.

Esto se debe a dos factores principales. Primero, un manifiesto radical, en línea con el rechazo a la austeridad y las políticas neoliberales por parte de importantes sectores de la sociedad británica. Después, la formidable movilización organizada por Momentum, el movimiento creado en 2015 para apoyar la candidatura de Corbyn.

Inspirado en los métodos de Bernie Sanders en Estados Unidos, así como en las nuevas agrupaciones radicales europeas, Momentum ha aprovechado numerosos recursos digitales para establecer vastas redes de comunicación que les han permitido a los militantes y a muchos voluntarios saber en qué distritos era necesario ir a contactar a los electores puerta a puerta. Fue esta movilización inesperada la que llevó al error a todos los pronósticos.

Pero fue gracias al entusiasmo que despertó el contenido de su programa que todo esto fue posible. Con el título For the many, not the few (para la mayoría, no para unos pocos), utilizó un lema que ya había sido usado por el partido, pero dándole una nueva significación para establecer una frontera política entre un “nosotros” y un “ellos”. De esta manera, se trataba de repolitizar el debate y de ofrecer una alternativa al neoliberalismo instaurado por Margaret Thatcher y continuado por Tony Blair.

Las principales propuestas del programa fueron la renacionalización de los servicios públicos, como los ferrocarriles, la energía, el agua o el correo, el freno al proceso de privatización del Servicio Nacional de Salud (NHS) y del sistema escolar, la abolición de los aranceles de inscripción en la universidad y un aumento significativo de los subsidios sociales. Todo apuntaba a una clara ruptura con la concepción de la tercera vía del Nuevo Laborismo.

Mientras este último había reemplazado la lucha por la igualdad con la libertad de “elegir”, el manifiesto reafirmó que el Laborismo era el partido de la igualdad. El otro punto destacado fue la insistencia en el control democrático, por lo que se puso el acento en la naturaleza democrática de las medidas propuestas para crear una sociedad más igualitaria. La intervención del Estado fue reivindicada, pero con el rol de crear las condiciones que permitieran a los ciudadanos tomar el control de los servicios públicos y gestionarlos. La insistencia en la necesidad de profundizar la democracia es una de las características centrales del proyecto de Corbyn. Esto resuena muy particularmente en el espíritu que inspira a Momentum, que aboga por establecer vínculos estrechos con los movimientos sociales. Y explica la centralidad atribuida a la lucha contra todas las formas de dominación y discriminación, tanto en las relaciones económicas como en otras áreas, como las luchas feministas, antirracistas o LGBT.

Es la articulación de las luchas sociales con las que se relacionan con otras formas de dominación lo que está en el corazón de la estrategia de Corbyn y es por eso que puede ser calificada como “populismo de izquierda”. El objetivo es establecer una sinergia entre las diversas luchas democráticas que atraviesan a la sociedad británica y transformar al Partido Laborista en un gran movimiento popular capaz de construir una nueva hegemonía.

Es claro que la realización de un proyecto como éste significaría para Gran Bretaña un cambio tan radical, aunque de sentido opuesto, como el realizado con Margaret Thatcher. Ciertamente, el combate por reinvestir al Laborismo todavía no se ganó y la lucha interna continúa con los partidarios de Blair. Los oponentes de Corbyn despliegan múltiples maniobras para intentar desacreditarlo, la última consiste en acusarlo de tolerar el antisemitismo dentro del partido.

Las tensiones también existen entre los partidarios de una concepción más tradicional del Laborismo y los partidarios de la “nueva política”. Pero estos se están imponiendo y las relaciones de fuerza juegan a su favor. En comparación con otros movimientos como Podemos o Francia Insumisa, la ventaja de Corbyn consiste en que está a la cabeza de un partido grande y cuenta con el apoyo de los sindicatos.

Bajo su conducción, los laboristas lograron devolverles el gusto por la política a aquellos que la habían abandonado con Blair y atraer a cada vez más jóvenes. Esto prueba que, contra lo que afirman muchos politólogos, los partidos políticos no han devenido formas obsoletas y que, al articularse con los movimientos sociales, pueden renovarse. Es la conversión de la socialdemocracia al neoliberalismo lo que está en el origen del descontento de sus electores.

Cuando se les ofrece a los ciudadanos la perspectiva de una alternativa y tienen la posibilidad de participar en un debate agonístico real, ellos se muestran ansiosos por hacer oír sus voces. Pero esto requiere abandonar la concepción tecnocrática de la política, que la reduce a la gestión de problemas técnicos, y reconocer su carácter partisano.